El vino es mucho más que una bebida o
el complemento de las comidas. Es un
que el mármol, la pintura o la
producto de la cultura, un portador de
cultura. Es también un objeto de placer,
como una obra de arte que evoluciona
aún separado de las manos del artista.
Cambia, se enriquece.
El vino está vivo
y es precisamente esa condición la que
lo hace apetecible y venerable.
En apariencia, el vino es menos perdurable
piedra, pero su cultura es tan capaz de
provocar placer como el resto de las
artes. Y es ese rasgo de gloria pasajera
lo que lo asemeja a los amaneceres y
crepúsculos, a las arboledas en otoño,
a los sentimientos y las emociones;
vivencias que jamás se repiten de igual
manera para un espíritu sensible.
El vino es como el arte: para descubrirlo
en plenitud se requiere capacidad para
el asombro para admirar su belleza y
dejarse llevar por los sentidos.
El resto
es aprendizaje, dedicación, memoria y
tiempo.
Como elixir de placer, el vino es
protagonista de diversas expresiones
artísticas. El vino atraviesa la historia
del arte, con matices y temáticas que
se encuentran desde los antiguos frisos,
hasta la pintura cubista, de la figuración
al arte conceptual, en la escultura y el
grabado.
En las letras hay siempre una
estrofa con aires de cosechas y la música
acompaña los versos con melodías
que se hacen danza vivaz. Los viñedos,
los trabajadores, el vino mismo también
han entusiasmado la mirada inquieta de
cazadores de imágenes que relatan laVendimia