No está mal querer ser linda, lo malo es tener esa aspiración como valor máximo.
Aunque el concepto de belleza sea subjetivo, cada cultura establece ciertas pautas estéticas que los integrantes de ese grupo humano se esforzarán en alcanzar.
En nuestra cultura, se espera por ejemplo que una mujer sea delgada, alta y espigada como un junco, que tenga piernas largas, pelo largo y lacio y un “look” aparentemente informal pero que rigurosamente esté plenamente de acuerdo con los dictados de la moda.
En toda cultura, aún en las más primitivas existieron pautas que definían lo que se consideraba bello, aunque desde el punto de vista de otros contextos parecieran ridículos o descabellados.
Labios como platos, aros gigantes en la nariz, cuellos alargados con anillos, pies diminutos, etc., pueden determinar el grupo étnico al que una persona pertenece, aunque signifique deformaciones físicas serias e irreversibles. Poco importan las consecuencias cuando se satisfacen esas expectativas, porque lo más importante en un contexto dado es acercarse lo más posible al modelo perfecto, aunque el ideal no exista.
En Occidente, las cirugías estéticas se encargan de satisfacer el deseo cada vez más generalizado de cambiar el cuerpo para ser más feliz.
Esta forma de consumo masivo de operaciones que realizan numerosas instituciones dedicadas a la estética, que se ha convertido en una necesidad más del presupuesto familiar; es una práctica a la que tienen derecho cualquiera de los miembros de una familia que no esté conforme con su propio cuerpo.
El mercado señala la convicción de que una figura perfecta puede obtener mayores logros que conservando el esquema corporal que tiene de nacimiento; y esta idea sugiere la creencia implícita de que se obtienen mejores relaciones, mejores parejas, mejores trabajos, mejores sueldos y mejor posición social si se consigue tener el cuerpo ideal.
El éxito es de los que tienen una buena figura, afirma la publicidad de los innumerables productos que se utilizan para ser más bellas, porque la primera impresión entra por los ojos y una bella sonrisa, el peso justo, una nariz armónica, unos pechos y un trasero perfectos pueden hacer milagros.
No importa tanto si a continuación aparecen evidencias de los otros aspectos que se han descuidado, como una deficiente forma de hablar, no tener nada que decir, modales incorrectos, gestos inadecuados y falta de convicciones propias; que tendrán más influencia a largo plazo.
Antes, el universo de personas que recurría a la cirugía estética era estrecho, pero hoy en día se ha ampliado lo suficiente como para haberse convertido para muchos en una adicción; porque la afición a los quirófanos genera el hábito de transformar el cuerpo más allá de toda lógica.
La mujer en serie es el resultado del exceso de preocupación por el cuerpo de todas aquellas personas que viven pendientes de su imagen deseosas de parecerse al ideal de mujer a la moda.
No saben quizás que someterse a estas operaciones por deporte hace que muchas pierdan su identidad, que es lo que las hace personas únicas; y que las convierte en clones de un mito que borra definitivamente la singularidad que las individualiza y termina haciendo desaparecer la flexibilidad de sus rasgos faciales, los cuales se tornan rígidos e inexpresivos.
Esos tratamientos, en sí mismos, no son ineficaces, sino que es su aplicación indebida la que produce un efecto contrario al deseado.
Por lo general, el adicto a las cirugías estéticas es una persona que pertenece a una familia dedicada de lleno al consumismo y ninguno de sus integrantes está en condiciones de poner límites.
Los cambios externos no siempre van acompañados de cambios internos, por lo que es necesario que la persona que se expone a demasiadas cirugías porque nunca está conforme con su propio cuerpo, sepa que operarse no es suficiente porque también será necesario resolver su conflicto interno.
Desear ser bella no es malo, lo malo es creer que si no se alcanza el ideal de belleza que exige la cultura, la vida no tiene otro significado.
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