¡QUÉ DIRÁ LA GENTE!
RUBÉN LÓPEZ RODRIGUÉ
«Las señoritas Pinzón», como se las conocía en La Felicia, residían en una casa de dos pisos, techos altos y habitaciones amplias, herencia de sus padres ya fallecidos. Elvira era la mayor y trabajaba de profesora, al igual que su hermana Rita, enseñando en el liceo femenino.
Elvira esperaba, pisando firme una estera de iraca y las manos crispadas sobre la chambrana de la puerta exterior, a que su rival asomara en la entrada del bar de la esquina, contiguo a su casa. Su novio, Crispulo Buitrago, un cuarentón acuerpado y de buen vestir, algunas noches prefería parar en el bar donde se apachurraba a beber y a platicar con una de las coperas, y era sorprendido por el amanecer, tambaleante y aferrado a una araucaria del parque gritando compungido: «¡Paren el mundo que me quiero bajar!».
Una tarde despejada la gente de la cuadra se arremolinó en torno a la discusión que disparaba insultos obscenos entre Elvira y la copera. Los vecinos asomaban por las ventanas y lo que más los sorprendió fue el hecho que Elvira exhibía una lengua más prohibida que la de la misma copera. Las dos mujeres perdieron los estribos y salieron a la calle, se agarraron del pelo, se revolcaron por el pavimento y los vecinos se vieron obligados a intervenir.
Cuando llegó del liceo a la Calle de los Algarrobos en que vivían, Rita fue informada del suceso. De inmediato se dirigió a la casa en busca de Elvira, que ante el tocador se curaba los rasguños con un algodón impregnado de agua oxigenada. Y con rabia le dijo:
—¡Muy bonito! ¿no? ¡Peleando con una copera! ¡Boquisucia!
—¡Eso a usted no le importa! —dijo Elvira levantándose como un resorte del tocador—.¡No se meta en mi vida que ya soy una vieja!
—¡Sí que me importa porque usted es mi hermana! ¿O le parece que queda muy bien ante los vecinos jalándose de las mechas con una puta por un hombre, dando semejante espectáculo a toda la cuadra? ¡Qué dirá la gente!
—¡Pues lo que soy yo defiendo lo mío! ¡A Crispulo nadie me lo quita! ¡Y menos una puta!
—Pero... ¿quién se lo va a quitar? —gritó Rita arrugando el ceño—. ¿Acaso es el único hombre? ¿No hay más hombres? ¡Llevan veinte años de noviazgo y él ni siquiera le menciona matrimonio! ¡A él lo único que le importa es tomar trago!
—¡Ese es problema mío! ¡Crispulo es el único hombre que he amado en la perra vida!
—¿Y se va a envejecer al lado de él? —le reprochó Rita—. ¡A estas alturas ya no se le va a cumplir el deseo de tener un hijo! ¡Se muere de las ganas por casarse y con ese nada!
—¡Vuelvo y le repito que no se meta en mi vida! —gritó Elvira manoteando sobre el tocador—. ¡Usted es una amargada! ¡Ya tiene treinta y cinco años y ni siquiera tiene novio! ¡Nunca lo ha tenido! ¿O es que le da envidia porque yo tengo el mío? ¡A usted sólo se le va en sueños! ¡Se va a quedar virgen y vistiendo santos!
—¿Virgen yo? ¡Ni por el oído! ¡Usted es la que es virgen y está más vieja que yo! —dijo Rita lanzando un puño al aire—. ¡Nooo mija! ¡Cuarenta años son cuarenta años!
—¡Estoy virgen porque quiero llegar inmaculada al matrimonio! —dijo Elvira.
—¿Y por qué está tan segura que se va a casar?
—¿Ah no? —respondió Elvira tirando al piso el frasco de agua oxigenada, que reventó en pedazos —. ¡Vea, pues! ¿Y a usted de qué le sirve rezarle tanto a San Antonio si no le ha mandado un novio? ¡Vamos! ¿De qué le sirve?
Rita lanzó una última ofensa y se retiró de la habitación que compartía con su hermana. De la mesita de la sala cogió una cajetilla de cigarrillos, extrajo uno, lo encendió con una candela de gas que temblaba en sus manos, y se fue a la Calle de los Algarrobos en busca de una vecina amiga para desahogarse contándole sus desdichas.
Elvira mantenía su virginidad como una forma de no ceder a los deseos de Crispulo y así presionarlo a que se casara con ella. Pero ¿sería por eso que en veinte años de noviazgo él no se había decidido por el matrimonio y últimamente tenía trato con la copera del bar de la esquina?, se interrogó sentada ante el tocador y mirándose en el espejo su rostro preocupado.
Con todo, los escándalos públicos con la copera del bar de la esquina continuaban y la credibilidad de Elvira Pinzón se iba acabando en forma lenta pero segura. Esto la desvelaba pero no tanto como el hecho de que su noviazgo con Crispulo Buitrago se resquebrajaba de modo irremisible. En ocasiones su novio llegaba, como siempre sin previo aviso, en su camioneta (pero eso sí: exactamente a las siete de la noche) y hacía oír el pito. Si Elvira demoraba más de tres minutos en salir, tiempo que Crispulo contabilizaba en su reloj, se marchaba o adelantaba su camioneta y la cuadraba frente al bar de la esquina. Por tal motivo decidió que mientras se acicalaba en el tocador, Rita lo entretuviera.
La relación de noviazgo se agotaba en la monotonía, se ahogaba en la costumbre. Presionada por su edad, a Elvira empezó a acosarla el desespero por casarse —lo que terminó de alejar a Crispulo—. La paralizaba la angustia de ser abandonada, la invadía un miedo a quedarse sola. Un atardecer en que los arreboles se desteñían en el horizonte, comentó con su hermana:
—¿Y qué nos pasará a nosotras que no hemos podido casarnos?
—Yo creo que es porque desconfiamos de los hombres. Recuerde lo que nos decía mamá: que todos los hombres son malos, que sólo piensan en una cosa, que son unos demonios. ¿Usted cree, Elvira, que todos los hombres son malos?
—Claro que no. Lo que sucede es que la mayoría paga por lo que hace una minoría. Tampoco es que sean perfectos, pero con frecuencia uno escoge a quien no debe elegir...
—¡Pues mírese!, detestaba a papá por alcohólico y terminó ennoviada con un tomatrago.
—... ¿se acuerda que mamá terminó quebrándole toda la vajilla en la cabeza a mi papá? ¿Lo recuerda, Rita?
—Claro que me acuerdo. Así pretendía ella combatir las bebetas del pobre viejo.
Finalmente, Crispulo Buitrago se perdió del mapa. Elvira Pinzón se echó al dolor, cruzó por un instante el firmamento para retornar a perderse en el vacío, sintió la muerte interna, hasta sucumbir al alcoholismo. Mientras apuraba una copa tras otra y ante los reproches de su hermana por su manera de beber, decía: «Yo bebo para ahogar mis penas, pero esas verracas saben nadar».
Al final de una tarde sin arreboles de cielo cerrado, Rita regresó del liceo y a pesar de tocar el timbre en tres ocasiones, Elvira no abría la puerta. La supuso, entonces, dormida en medio de la beodez. Recordó que tenía las llaves en el bolso. Al abrir la puerta sus ojos se abrieron desmesuradamente al encontrar a su hermana tendida en el zaguán, al borde de las escalas que ascendían al segundo piso. En medio de la borrachera Elvira había perdido el equilibrio, rodó por las escalas y falleció en forma instantánea.
—La pobre se murió sin probarlo —decían las mujeres del municipio que el Presidente Marco Fidel Suárez había visitado muchos años atrás y lo había llamado la "Ciudad Modelo".
Lo que sorprendió a los habitantes de La Felicia fue que, transcurrido escasamente un mes del deceso de Elvira, Crispulo Buitrago y Rita Pinzón anunciaron con tarjetas de invitación su próximo compromiso nupcial.
® Rubén López
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