La montaña se había visto cubierta por los hielos, su corazón frío la alejaba, la hacía inhóspita. El sol se ocultaba como si necesitara de su alegría para aparecer radiante.
Azotaban fuertes vientos contra ella, y, a la mirada del viajero, aparecía hierática, distante, incluso tenebrosa.
El desgaste de los días la iba achatando, se iba a dejar envejecer. Pero la vida, en sus giros llevó al águila a anidar en ella. Todo el interior de la montaña, al sentir la huella que dejaba el ave, se removía. La naturaleza dio paso a un milagro de alegría. La cubrió de ternura la hierba. Los árboles la acariciaban con su sombra, el sol la daba vida. A sus pies, muy escondida nació una flor preciada llenándola de sentimiento. Su orquídea silvestre cada noche se renovaba en ella cuando el ave reposaba en su dominio.
El águila la llenaba de primavera.
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