Las despedidas son experiencias de desprendimiento que tenemos que transitar todos: la muerte, tal vez un divorcio o una mudanza y las distintas etapas de la vida; el fin de la escuela, un cambio de trabajo y también por qué no, el exilio.

Las lágrimas son un consuelo pero luego hay que atravesar el proceso de duelo, que se expresa con negación, bronca, desesperación, tristeza y dolor hasta que se logra la aceptación, que es cuando se puede incorporar esa falta y hacerla propia como parte de la vida, que será lo que permitirá comenzar una experiencia distinta.

El adiós a algo o a alguien querido produce angustia, tristeza y dolor, pero no podemos permanecer bloqueados, aferrados a lo que ya fue, porque siempre es posible vislumbrar el futuro a través del dolor que nos causan las pérdidas.

Todos tenemos la capacidad de elaborar emocionalmente las ausencias y las despedidas, de sentir profundamente el dolor y de transformarlo en un nuevo impulso para vivir una nueva etapa de la existencia; porque cada final señala también un nuevo comienzo y tiene en sí mismo el potencial para el renacer; y es el proceso de adaptación que necesitan los cambios.

Todas las despedidas son diferentes, porque dependen del grado de compromiso afectivo que se ha tenido con el ser querido o con la experiencia que se ha extinguido.

Cualquier final nos recuerda nuestra mortalidad; como el final del verano, de un viaje, de una relación, de un espectáculo o de una fiesta, porque con cada final también nos morimos nosotros un poco por dentro.

Cuando una pérdida se lleva con ella las ganas de vivir del otro, puede que no se sienta capaz de crear nuevos vínculos ni de aprender a tener nuevamente confianza en la vida.

Sin embargo, no hay que olvidar que la vida es una danza de encuentros y de despedidas, de cosas ganadas y de cosas perdidas, como si esa experiencia repetida de separación nos quisiera enseñar a vivir desprendidos y a soltar, dejar ir, sin aferrarnos a lo conocido.

Las pérdidas nos provocan culpa, porque de algún modo nos sentimos responsables. Tal vez no hicimos todo lo que podíamos haber hecho, o fuimos demasiado confiados, imprudentes, insensibles y despreocupados como para haberla evitado; y la omnipotencia de creer que podemos controlarlo todo nos hace sentir frustrados y enojados.

Cada experiencia de pérdida ataca nuestra autoestima, sentimos que no estuvimos a la altura de las circunstancias, que de algún modo no cumplimos con nuestra obligación, que fallamos.

Cada pérdida revive antiguas despedidas y la elaboración del duelo depende de cómo hayamos elaborado nuestras primeras experiencias de desprendimiento.

No siempre el dolor por la desaparición física de un ser cercano expresa el amor que los unía, a veces, en los duelos patológicos que suelen durar mucho tiempo, lo que genera el dolor es la culpa por la hostilidad que sintieron hacia él cuando vivía, generalmente aquellos que tuvieron que cuidarlo mientras estaba enfermo.

Tener conciencia de que todo alguna vez termina y de que el que ha nacido también tiene que morir algún día, permite valorar más a las personas y a las cosas y disfrutar más de la vida.

Los que cuentan con recursos espirituales, transitarán las experiencias de separación definitiva con la esperanza de reencontrarse tal vez en otra vida; porque la creencia en la trascendencia ayudan a vivir, a tener más fortaleza en las despedidas y a vivir la experiencia de la muerte con aceptación y entrega.

Fuente: “LNR”; “Cómo decir adiós”; Eduardo Chaktoura, 08/2011.