ES de noche. Amenaza una tormenta. Una fragata de guerra abandona la rada en persecución de un navío. Ha largado a todo trapo. Del fuerte, se oye el retumbar de los inútiles cañonazos: el bergantín-goleta, que persigue la nave capitana de la armada del puerto, se halla ya lejos. El «Jesús Sacramentado», nombre del buque de guerra, es un hervidero de oficiales y marinería; brillan las antorchas en la cubierta y son aprestados los aparejos. Desde el castillo de proa, el almirante don Joaquín Cano da voces. El gobernador de la isla, Gaspar de Lugo no sabe exactamente cómo ha venido a parar al barco. El arzobispo don Rodrigo de Guzmán maldice. Esta rojo de ira y tiene el rostro congestionado; pareciera, como si de un momento a otro, fuese a sufrir un ataque de apoplejía; vocifera y da gritos de cólera...; echa espumarajos por la boca...
No es para menos: le han raptado a su sobrina, «mi más preciado tesoro», que la llama su tío, hipócritamente. La niña es huérfana, nacida y criada en España y llegada recientemente a las Antillas. Es pálida, casi transparente; con una abundante mata de sedosos, negros y lacios cabellos que le caen en cascada hasta casi más abajo de la cintura; tiene los ojos color violeta: grandes y brillantes; una estilizada y respingada naricilla —como habituada a no oler más que perfumes— y una boca roja y jugosa como una manzana madura... Es, a sus trece años, la criatura más bella de toda la isla. Su juventud virginal, su figura airosa, sus pechos pequeños como dos frutos, sus manos delicadas, sus pies de andaluza —calzados siempre con garbo con coquetos escarpines—, todo ello es capaz de volver loco al caballero más pintado... No así: al condesito de Tierra Nueva, sobrino del gobernador (y que iría más de su grado a rescatar otra cosa)... Como quiera que sea: ya los han comprometido...
El condesito tiene veinte años y gustos equívocos. Nervioso, se pasea por la amurada, enredando el dedo índice de su mano derecha en los tirabuzones de su peluca. Con la izquierda se apoya, ridículamente, en el puño de su espada: arma inútil en manos como las suyas. No tiene ningún deseo de llegar a capturar al bergantín.
Mientras tanto, el almirante continúa apremiando a su tripulación. El gobernador de la isla continúa azorado. El arzobispo brama: «... ¡bastardos, hijueputas..., mi sobrina, mi tesoro, mis cofres..., mi dinero!...»; y es que también han saqueado el palacio arzobispal..., el palacio arzobispal y la Casa del Diezmo...
Resulta que Su Excelencia estaba muy tranquilo bebiendo chocolate en la casa del gobernador, cuando dos negros llegaron a toda prisa a comunicarle la noticia. A Su Excelencia se le cayó el chocolate, de paso escupió al gobernador, volcó una mancerina de plata y golpeó a los negros. La sobrina de Su Excelencia no tiene más capital que su belleza; con todo, ya le había sido concertado un matrimonio ventajoso. Además, esta el hecho, de que a Su Señoría le han robado sus arcas...
Junto con los bienes y la sobrina de Su Ilustrísima, los piratas se han llevado también consigo a una simpática e inocente criadita india. Linda moza la india por cierto.
Perros, herejes..., luteranos de mierda..., engendros del Demonio, hijos de Satanás!», ... continua gritando Su Excelentísimo. Lo que más coraje le da, es el robo de sus cuantiosas riquezas...
Ya hace rato que se desató la tormenta, pero en el barco pirata se festeja y se canta, se bebe ron y se dicen chanzas obscenas. La sobrina del arzobispo se ha desmayado. El capitán, un judeo-holandés —descendiente de falsos conversos—, la tiene en su camarote en compañía de la muchacha india. La india, asustada, trata de calmarse y ayudar a su amita. El ruido del mar embravecido ahoga el sonido de la francachela. Los hombres del «Leviathan», nombre de la nave pirata, no temen a la tempestad; tampoco que les den alcance: la nave es muy marinera...
La persecución prosigue toda la noche en medio de un mar agitado. A ratos, la tormenta oculta al barco perseguido en medio de chubascos de agua y densos nubarrones. Acaba la madrugada y llega el alba con un descenso de la tempestad. Con la huida de las sombras, se desvanece poco a poco, lentamente, empujada por el viento favorable, la nave pirata. Inútilmente, los hombres del «Jesús» otean en el horizonte desde lo alto de los mástiles y cofas... Su Señoría, al fin, sufre un síncope...; el condesito de Tierra Nueva suspira aliviado.
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