Tenemos una excesiva facilidad para juzgar al resto nada más conocerle. Observamos su aspecto y en función de sus gestos, la apariencia física, sus ropas, los rasgos de su cara, su mirada y sobre todo su sonrisa, le aceptamos o rechazamos desde el primer instante.
No es fácil presentarse ante los demás y no someterlos a examen; a una extraña prueba donde ellos no pueden participar salvo con su presencia.
Muchas veces el tiempo nos ha demostrado que aquella persona que parecía encantadora realmente es insoportable o que aquella otra que se mostraba antipática y lejana ha sido la que más cerca ha estado de nosotros.
Lo invisible, aquello que guardamos detrás de la apariencia es lo que nos hace grandes o lo que nos empequeñece. Y es que no es bueno demostrarlo todo en un primer instante. Las relaciones se construyen en el descubrimiento pero debemos dar tiempo para que se produzca.
Descubrir lo que la otra persona tiene reservado para nosotros es uno de los más apasionantes trayectos. Porque en realidad, una misma persona, no se comporta de igual forma con todo el mundo que llega a su vida. Cada uno tenemos nuestro mundo propio con el que nos relacionamos y desde el que proyectamos nuestra sociabilidad.
Entrar en otro significa permiso, en primer lugar, por su parte para poder hacerlo y deseos, más tarde, de querer culminarlo. Porque comenzar una relación, del tipo que sea, exige compromiso; un dar y recibir que va a tirar de nosotros, nuestra pereza, nuestro cansancio, nuestro egoísmo y hasta nuestras ganas de abrazar el riesgo.
Hay que tratar de esperar para juzgar. Hemos de encontrarnos primero con lo invisible y lograr que se haga presente. Cuando esto sucede, todo se vuelve natural y la aceptación o el rechazo será tan cómplice y compartido que todo será sencillo
A.D.