Jacques Lacan nació en París, en 1901. Es sorprendente que en Francia, su tierra natal, Lacan no haya tenido el reconocimiento que sí tuvieron otros intelectuales; es más, siempre ha sido un personaje controvertido. No forma parte de la Academia Francesa a diferencia de Lévi-Strauss; no gustaba presentarse en la radio o en la televisión, y solamente tuvo un cargo en la universidad, el de un modesto encargado de curso en la Escuela Práctica de Altos Estudios, a mediados de los años ’60. Más precisamente cuando fundó su propia Institución, la Escuela Freudiana de París (EFP) en 1964.
Para la Asociación Psicoanalítica Internacional (IPA) Lacan es anatema, un término que ilustra bien la condición de Lacan respecto de esa institución: un maldito, un hereje, un condenado, separado, desterrado, exiliado, por no respetar los cánones que esa institución consideraba que había que respetar a rajatabla, como era por ejemplo el tiempo de las sesiones…
Podemos decir entonces que Lacan fue la prenda esencial de los grandes quiebres que sufrió la comunidad psicoanalítica en Francia, en 1953 y 1963.
Más allá de las muchas biografías -con mejores o peores intenciones que se han escrito sobre Lacan- me gusta decir , siguiendo a Miller, que Lacan fue un psicoanalista que se obligó a sí mismo a dar razón, cada semana, en público, de su práctica. Su discurso prácticamente recurre a la fe ciega, al principio de autoridad y al entusiasmo.
¿Qué quiero decir con esta “fe ciega”? Una creencia. Fundamentalmente una creencia en el inconsciente. Creencia que lleva a Lacan a retornar a los conceptos freudianos por excelencia, aquellos cimientos que dan cuenta de la existencia del determinismo inconsciente, de la causalidad propia del psicoanálisis, y que han permitido construir todo su edificio. Una causalidad retroactiva y sexual.
Así, hay en Lacan un retorno a Freud. La interpretación de los sueños, la psicopatología de la vida cotidiana, las agudezas de las que Freud mismo testimonia sobre sí mismo, sus equivocaciones y fallidos. Todo esto permite pensar que en el 1900 la teoría freudiana de los sueños abre completamente otra visión de lo que se pretende científico en ese momento. Por eso es que Freud fue un personaje revolucionario. A nadie en esa época se le podía pasar por la cabeza que existiera un “mensaje” por así decirlo, un mensaje que no sea del orden del oscurantismo, en los sueños por ejemplo. Que hablando de su infancia, bajo el método de la hipnosis, o de la imposición de manos o de la catarsis, alguien pudiera curarse de sus síntomas. Síntomas que en esa época, como en todas, tienen sus particularidades, síntomas que tomaban sus formas en una cultura y una época particular. ¿Quién podía pensaba que había un factor sexual en esos síntomas? Era perverso para la religión e irracional para los científicos de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, aceptar o simplemente permitirse pensar científicamente esas teorías.
Pero ¿por qué voy a esto? Porque hablaba de creencia, Freud creía en que en esos síntomas se encerraba un sentido que escapaba a la ciencia de entonces; a la conciencia. Además de que les creía a las pacientes histéricas, creía en su sufrimiento. Y las hacía hablar, creyendo que en el discurso mismo de las pacientes, había un saber inconsciente.
En este sentido, podemos decir que el psicoanalista viene a veces a ocupar el lugar que antaño ocuparon los sacerdotes, los oráculos, los médicos. El lugar de Otro, ese que escribimos con mayúsculas. Ese Otro que es dueño de las misteriosas claves del saber que ha sido inevitablemente asociado a la magia, a la religión y a la ciencia, y que da una particular autoridad a quien lo confiere.
Pero el analista no se piensa científico, ni mago ni religioso, ni siquiera cree en la consistencia de las distintas figuras de ese Otro. Pero esto encierra una paradoja, ya que aunque no cree en el lugar que ocupa (no se la cree), el analista se sirve de la creencia para hacer presente en el dispositivo analítico mismo ese punto ficcional, ese motor de la experiencia psicoanalítica, que no es otra cosa que la transferencia.
Es decir, siempre advertido de que el saber que se produce en la experiencia analítica, en un tratamiento analítico, no surge del analista, de quien lleva adelante el tratamiento, sino que ese saber surge, en última instancia, del analizante, como un residuo, como un resto de su propio discurso