Desde mi punto de vista, Guanajuato es una ciudad sacada de un cuento de hadas donde no pasa el tiempo. Es una casa mágica rodeada de sierras y montañas, bajo un cielo azul, y cuyos inquilinos no pueden salir de ella pero viven con tranquilidad y se recrean libremente.
Definitivamente es una ciudad con una arquitectura de lo más extraña, lo cual se debe a que está construida sobre una cañada. Pero hay otra razón de índole sociohistórica. Como se sabe, las leyendas y tradiciones medievales hablaban de grifos, gorgonas, amazonas y otros seres fantásticos, así como de tierras paradisiacas que contaban con alimentos exquisitos y desconocidos, de ciudades de oro y de extraños sitios donde se encontraba la fuente de la eterna juventud. Leyendas que entraban por los oídos de aventureros y exploradores del Viejo Mundo y les despertaban su imaginación y su codicia; de esta forma se lanzaron al mar, en busca de esas tierras, a sabiendas de que habrían que atravesar grandes peligros.
Motivados así por las leyendas y por la ciencia, los europeos arribaron a nuevos continentes, unos para conquistarlos y otros para instaurar la Utopía de Tomás Moro. De esta manera llegaron al orífero territorio llamado Guanajuato. Fue en 1542 cuando fray Sebastián de Aparicio consumó un camino que comunicaba a la ciudad de México con Zacatecas; los arrieros, al transitar por este camino, encontraron el mineral a flor de tierra, lo que trajo como consecuencia el establecimiento de grupos mineros, que empezaron a constituir el principio de la ciudad de Guanajuato.
La ciudad no tuvo una planificación previa, sus edificios fueron construidos de acuerdo con la ubicación de las minas. Seguramente por ello los habitantes dicen que los cimientos de Guanajuato son de oro, pero soy del pensar que parte de esos cimientos son sus leyendas, una de las cuales hemos de tratar aquí.
Antes de continuar diré que la leyenda como acto cultural es un mito histórico, pero no porque tenga sentido de ilusión o fantasía, como muchos piensan. El mito es algo más, algo que une y nos recuerda el origen del mundo, nuestra relación con las divinidades, y ningún hombre religioso puede negar la verdad que encierran esas narraciones, ya sean escritas o de tradición oral. Es en el mito donde se establece, a través de palabras, alegorías y símbolos, la realidad trascendente, donde se muestran los valores éticos y morales de un pueblo. Ahora bien, el mito es una narración sacra donde sus personajes son dioses o héroes civilizadores, pero la leyenda es el mito de lo profano porque en ella el narrador tiene la libertad de expresar acontecimientos pasionales, cómicos, épicos, etcétera, en los cuales se habla de personas y lugares especiales que se recuerdan de generación en generación. Esa es la razón por la que digo que la leyenda es el mito de la historia, porque nos muestra las pautas sociales e históricas de un pueblo, aunque en ocasiones tengan un tinte mágico y fantástico.
La leyenda de la que he de hablarles es una de las de mayor tradición; tiene como escenario un callejón de sesenta y ocho centímetros de ancho, tamaño exacto para proporcionar una historia que perdura hasta nuestros días y que nos narra un encuentro de enamorados con trágico fin. Esta leyenda esconde parte del vivir y del sentir cultural de Guanajuato, y versa así:
Se cuenta que doña Carmen era hija única de un hombre intransigente y violento, pero como suele suceder, el amor triunfa a pesar de todo. Doña Carmen era cortejada por don Luis, un pobre minero de un pueblo cercano. Al descubrir su amor, el padre de doña Carmen la encerró y la amenazó con internarla en un convento; según su padre, ella debía casarse en España con un viejo rico y noble, con lo cual el padre acrecentaría considerablemente sus riquezas.
La bella y sumisa criatura y su dama de compañía, Brígida, lloraron e imploraron juntas y resolvieron que la dama de compañía le llevara una misiva a don Luis con las malas noticias.
Ante ese hecho don Luis decidió irse a vivir a la casa frontera de la de su amada, que adquirió a precio de oro. Esta casa tenía un balcón que daba a un callejón tan angosto que se podía tocar con la mano la pared de enfrente.
Un día se encontraban los enamorados platicando de balcón a balcón, y cuando más abstraídos estaban, del fondo de la pieza se escucharon frases violentas. Era el padre de doña Carmen increpando a Brígida, quien se jugaba la misma vida por impedir que el amo entrara a la alcoba de su señora. Por fin, el padre pudo introducirse, y con una daga que llevaba en la mano dio un solo golpe, clavándola en el pecho de su hija.
Doña Carmen yacía muerta mientras una de sus manos seguía siendo posesión de la mano de don Luis, quien ante lo inevitable sólo dejó un tierno beso sobre aquella mano.
A través de esta leyenda podemos darnos cuenta de que en el siglo XVI y XVII no se podía dar el casamiento de ciertas clases sociales con otras de inferior categoría, y que tener una hija significaba poder obtener un orden jerárquico mayor dentro de la escala social. También vemos que por aquellos tiempos no existía una división tan tajante en la disposición urbana, con esto quiero decir que las clases sociales no se distinguían por zonas habitacionales, sino en los espacios públicos. Los amores tendían a realizarse a escondidas, pues los padres no aceptaban la relación si el muchacho no llenaba los requisitos de abolengo y de riqueza. Cabe aclarar que estamos hablando tal vez de una clase media alta, entre la cual en cuestión de amor siempre era necesaria la participación de una chaperona para recibir cartas a escondidas.
Aún en la época en que existía el casino en la ciudad de Guanajuato era de muy mal gusto que se viese a una doña Carmen con un don Luis. Si la dama asistía con sus padres al casino, el caballero buscaba la forma de internarse con los músicos al recinto de juego, en esos momentos con solo mirar a la dama bastaba, y después de una escapada furtiva se colmaba el espíritu de los enamorados.
En la actualidad se ha acabado la fiebre del oro y el pobre convive, juega, estudia, entre otras actividades, con el rico. Hoy no existen clases sociales tan marcadas; muchos de los habitantes se conocen desde la infancia y podemos ver cómo un individuo con licenciatura o doctorado platica con el bolero, sin distinciones ni reverencia alguna. La zona urbana sigue siendo igual que antaño, lo único que se mantiene es el apellido: “éste es el hijo de fulanito”, o “tu padre es sutanito”. Ahí todos conocen las historias individuales de los sujetos, aunque sea de oídas, y entre los habitantes no hay nada que esconder. Quien quiere que su hija se case con una persona de valía económica, la manda a buscar partido a León, Guadalajara, Ciudad de México o al extranjero. Aún el padre tiene dominio sobre estos aspectos del amor, y antes de aceptar una relación formal el joven debe ser presentado a la familia para averiguar sus intenciones, y después el padre y la madre buscarán entre sus conocidos las referencias del muchacho.
Lo más seguro es que si la joven encuentra en su fuero interno un amor intenso, buscará la manera de escabullirse con la ayuda de sus chaperonas amigas y tal vez hasta con la de su madre.
Los enamorados buscarán el lugar exacto, un sitio de poco tránsito para establecer su relación sin peligro alguno. Pobre de ese amor si el padre se da cuenta o se entera de esas salidas, porque Guanajuato retumbará con el grito de “¡Ah, pérfida, con ese no!” Con esa pequeña interpretación podemos decir que la leyenda del Callejón del Beso no nada más es histórica, sino también ahistórica, se mantiene en el tiempo del vivir de los guanajuatenses. Se recuerda esta leyenda porque refleja de manera simbólica la vida amorosa de los inquilinos de esa casa vieja. La leyenda se ha convertido en tradición, y los turistas, lo mismo que algunos oriundos, ritualizan ese encuentro en el tercer escalón del callejón, donde todo se sella con un beso, en el lugar indicado de dos casas que se yerguen como si estuvieran entre dos columnas, una femenina, la otra masculina, para elevar de esta forma al cielo ese amor. La forma del beso es lo de menos, el amor es lo que cuenta, de modo que usted no se asuste si un día visita esta ciudad y escucha el grito de “¡Ah, pérfida, con ese no!”; al contrario, alégrese porque está en el momento exacto de la rememoración de aquel amor entre doña Carmen y don Luis.
Extraido de la red.
Amaly