Gabriel García Márquez y el olor de las almendras amargas
Gabriel García Márquez fue la razón por la que obtuve mi primer y único cero en la clase de español. Después de leer “Cien años de soledad”, nos hicieron un corto examen: “¿Qué significan los pescados de oro para el Coronel Aureliano Buendía?”, era la única pregunta. Yo pensé un rato. Repasé en mi mente esas líneas que para mí no pasaban de ser un entretenido relato cómico. Elaboré elucubraciones y llegué a una conclusión que a mí me pareció obvia, pero a mi maestro le resultó insultante: “Pues… ¡pescados de oro!”, respondí.
Después del cero, no quise saber más del tema. Allá García Márquez con sus metáforas y sus enigmas. Me tenía sin cuidado. Todo iba bien, aunque de vez en cuando me persiguieran algunas apariciones macondianas. Mauricio Babilonia con su nube de mariposas amarillas; Rebeca llegando a su nuevo hogar en silencio y con una bolsa en la que llevaba los huesos de sus padres. Amaranta, tejiendo su mortaja. Esos cien años de locura que parecían decir más de lo que yo había leído.
Por esos tiempos se puso de moda una canción, de las que en Colombia llamamos “chucu chucu”, por su ritmo popular y más apto para los bailes de pueblo que para la degustación de los que amábamos los libros.
Eso ocurrió en tiempos remotos. La época en las que las cosas aún no tenían nombre. Sucedió antes de que la sangre se me envenenara de país, mientras repasaba obsesivamente las líneas de “El coronel no tiene quien le escriba”. Lo hacía como con un incendio en el corazón. Sus palabras tenían una fuerza reveladora que yo no sabía si me abrían los ojos o me estaban marcando la primera fase de un episodio psicótico.
De la mano de Gabriel García Márquez acaricié por primera vez la fascinación sobrecogedora de la Literatura; también descubrí los andamios ocultos y vergonzosos sobre los que se había edificado la historia de mi país. Todo en un solo paquete.
El García Márquez que yo aprendí a amar es íntimo. Nada que ver con el que aparecía en grandes eventos y enormes fotografías. No se parece en nada al que hoy despiden los políticos más retardatarios de mi país, en sus cuentas de Twitter. Esos que fueron denunciados en sus obras como los eternos ausentes; los eternos mentirosos que inventaban explicaciones absurdas para hacer comprensible una realidad inexistente.
Nada que ver con el colombiano que recibió el Premio Nobel de Literatura en Estocolmo, llevando encima un “liqui liqui”, o “guayabera”, y que luego pronunció uno de los discursos de aceptación más conmovedores que se hayan escuchado.
El García Márquez que se instaló en mi vida como una bacteria, fue el espejo en donde pude maravillarme por primera vez de lo que siempre había visto. Una especie de sacerdote en el mundo de la alegoría. El camino para reconocer las delicadas urdimbres con las que está tejida la sinrazón. Sus personajes, atormentados y delirantes, siempre encontraban la manera de dejarme ver la más imperceptible grandeza, la más honda miseria, del ser humano.
Me recuerdo llorando cuando por fin se descubrió el velo que me ocultaba a Aureliano Buendía. El perdedor de todas las guerras libradas en nombre de la utopía, que finalmente se entregó al absurdo de la creación y la recreación sin fin. Me recuerdo emocionada viendo a Florentino Ariza embriagarse con perfume y vomitar olor a jazmines, en una fiesta de los sentidos que celebraba el amor. Me recuerdo, atónita, presenciando las osadías de Miguel Littin y los heroísmos discretos de Eduardo Villamizar.
También fue Gabo el que me enseñó que el idioma es un terreno fértil para subvertir. Cuando, por ejemplo, comparaba el oro con “la caca de perro”. O cuando, en el Otoño del Patriarca, reveló que “El día que la mierda tenga algún valor los pobres nacerán sin culo”. Ese que probaba sopas con sabor a ventana y hablaba de risas que espantaban palomas.
Por García Márquez descubrí que una de las tareas de la vida es volver a bautizar el mundo. Que la realidad es apenas un montón de escombros al lado de la magia. García Márquez me enseñó a decir “Lo único que me duele de morir es que no sea de amor”. Me permitió creer que sí existe una segunda oportunidad, después de cien años de soledad sobre la tierra. Su partida, me permite renovar la gratitud eterna al Maestro y una eterna devoción por quien me enseñó a admitir la existencia del olor de las almendras amargas.
lamenteesmarasvillosa.com
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