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Orégano
Cuando aprendí con lentitud a hablar creo que ya aprendí la incoherencia: no me entendía nadie, ni yo mismo, y odié aquellas palabras que me volvían siempre al mismo pozo, al pozo de mi ser aún oscuro, aún traspasado de mi nacimiento, hasta que me encontré sobre un andén o en un campo recién estrenado una palabra: orégano, palabra que me desenredó como sacándome de un laberinto.
No quise aprender más palabra alguna.
Quemé los diccionarios, me encerré en esas sílabas cantoras, retrospectivas, mágicas, silvestres, y a todo grito por la orilla de los ríos, entre las afiladas espadañas o en el cemento de la ciudadela, en minas, oficinas y velorios, yo masticaba mi palabra orégano y era como si fuera una paloma la que soltaba entre los ignorantes.
Qué olor a corazón temible, qué olor a violetario verdadero, y qué forma de párpado para dormir cerrando los ojos: la noche tiene orégano y otras veces haciéndose revólver me acompañó a pasear entre las fieras: esa palabra defendió mis versos.
Un tarascón, unos colmillos (iban sin duda a destrozarme) los jabalíes y los cocodrilos: entonces saqué de mi bolsillo mi estimable palabra: orégano, grité con alegría, blandiéndola en mi mano temblorosa.
Oh milagro, las fieras asustadas me pidieron perdón y me pidieron humildemente orégano.
Oh lepidóptero entre las palabras, oh palabra helicóptero, purísima y preñada como una aparición sacerdotal y cargada de aroma, territorial como un leopardo negro, fosforescente orégano que me sirvió para no hablar con nadie, y para aclarar mi destino renunciando al alarde del discurso con un secreto idioma, el del orégano.
Pablo Neruda
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