NO, que la reina no reconozca
tu rostro, es más dulce
así, amor mío, lejos de las efigies, el peso
de tu cabellera en mis manos, recuerdas
el árbol de Mangareva cuyas flores caían
sobre tu pelo? Estos dedos no se parecen
a los pétalos blancos: míralos, son como raíces,
son como tallos de piedra sobre los que resbala
el lagarto. No temas, esperemos que caiga la
lluvia, desnudos,
la lluvia, la misma que cae sobre Manu Tara.
Pero así como el agua endurece sus rasgos en la
piedra,
sobre nosotros cae llevándonos suavemente
hacia la oscuridad, más abajo del agujero
de Ranu Raraku. Por eso
que no te divise el pescador ni el cántaro.
Sepulta
tus pechos de quemadura gemela en mi boca,
y que tu cabellera sea una pequeña noche mía,
una oscuridad cuyo perfume mojado me cubre.
De noche sueño que tú y yo somos dos plantas
que se elevaron juntas, con raíces enredadas,
y que tú conoces la tierra y la lluvia como mi
boca,
porque de tierra y de lluvia estamos hechos.
A veces
pienso que con la muerte dormiremos abajo,
en la profundidad de los pies de la efigie,
mirando
el Océano que nos trajo a construir y a amar.
Mis manos no eran férreas cuando te conocieron, las
aguas
de otro mar las pasaban como a una red; ahora
agua y piedras sostienen semillas y secretos.
Ámame dormida y desnuda, que en la orilla
eres como la isla: tu amor confuso, tu amor
asombrado, escondido en la cavidad de los sueños,
es como el movimiento del mar que nos rodea.
Y cuando yo también vaya durmiéndome
en tu amor, desnudo,
deja mi mano entre tus pechos para que palpite
al mismo tiempo que tus pezones mojados en
la lluvia.