¿Existen realmente los finales o solo parcheamos las heridas?
Nunca podremos estar del todo convencidos de que algo haya acabado para siempre. De que a ese punto final no le puedan seguir en otro momento otros dos más haciéndolo eterno, alargando su presencia o abriendo un paréntesis.
Y es que prácticamente nada desaparece sin establecer la base de lo que vendrá después, precipitándolo, enlazando puentes, dando conexión, evolucionando en algo mejor.
Todo nos marca y nos transforma. Pocas cosas pasan por nuestra vida sin dejar huella y prácticamente ninguna se va sin vomitar los sedimentos que edifiquen los próximos escalones.
Resultan ser principios interrumpidos, oportunidades fallidas, desvíos vitales que se regeneran a lo largo de nuestra vida y acaban siendo mucho más que la suma de su aparición en ella.
Obviamente esto no significa que no podamos pasar página, acabar con algo que nos propongamos o simplemente alejarnos de aquello que no nos deja avanzar, pero todas las experiencias formarán parte de nosotros, tanto las buenas como las malas.
Y seguirán estando ahí en cada nueva aventura, en cada nueva decisión, como impulso del siguiente objetivo, dándole la mano al futuro inmediato, pariendo nuestra mejor versión.
Aunque sigamos sin ver a esa persona, sin pasar por ese sitio, aunque bloqueemos recuerdos o cambiemos de ciudad todo eso seguirá siendo parte de nuestra vida, ya sea dándonos fuerza, creando una coraza, otorgándonos agallas o cambiando nuestra forma de afrontarnos a la vida. Seguirá ahí, latente. Esperando su momento para removernos por dentro.
Y es que todo aquello que no se zanje definitivamente en la vida acaba saliendo a la superficie. Acaba flotando y arrastrándonos de nuevo a aquellos remolinos de los que tanto nos había costado salir.
Porque no hay nada más potente que una pincelada de recuerdos para activar de nuevo las conversaciones que teníamos pendientes, los abrazos que no dimos, las palabras que murieron antes de nacer, los arrepentimientos y los errores.Y muchas veces seguimos caminando dejando atrás lo que duele, pero sin cerrarle la puerta a su causa. Así es inevitable que vuelva a entrar en nuestra vida y que nos haga retroceder, que estanque nuestras pretensiones.
¿Cómo asumir que algo ha terminado si seguirá condicionando nuestra vida?
¿Cómo avanzar si las heridas no cicatrizan?
Aceptando su sitio. Otorgándole el papel que ha tenido en nuestras vidas y asumiendo el que ha pasado a tener.
En muchas ocasiones son cosas, personas o momentos felices, por lo que está claro lo que le han aportado a nuestros días aunque fuera en un pasado. Con eso deberíamos quedarnos.
Que haya sido efímero no le resta importancia a la calidad de la etapa que nos hayan hecho vivir. Y, aunque duela que ya no estén, de alguna forma no seríamos los que somos hoy en día sin las sonrisas que nos provocaron en su momento.
Saboreamos la vida de su mano, aprendimos a querer, a llenarnos, a completar los vacíos. Aprendimos a engancharnos a las sorpresas y la incertidumbre. Conseguimos enseñar dientes y abrazar eterno.
En el caso de lo negativo cuesta más reubicarlo en nuestras vidas. Aunque sea más fácil ponerle punto y final que en el caso de algún suceso bonito, es difícil caminar tras su presencia. Ya no seremos los mismos después de algo traumático y aunque el hecho en sí haya terminado nosotros tenemos que seguir digiriendo sus estragos.
Pero no por ello el sabor de boca debe ser negativo. Las lecciones que nos dejen esos terremotos emocionales y esas transiciones debe ser lo que guardemos en la memoria selectiva de nuestro día a día.
De esta forma aprenderemos a sacarle beneficio a los tropiezos que nos han enseñado a caer y a sufrir,pero fundamentalmente a persistir, aguantar y resistir. A mantener nuestra sonrisa elástica y a ser flexible con nuestras capacidades.
Sólo así entenderemos su función en nuestra vida. Y sólo así podremos entendernos a nosotros mismos.
Porque al final sólo somos lo que hemos vivido. Y lo que soñamos con vivir.
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