“Las personas más bellas con las que me he encontrado son aquellas que han conocido la derrota, conocido el sufrimiento, conocido la lucha, conocido la pérdida, y han encontrado su forma de salir de las profundidades. Estas personas tienen una apreciación, una sensibilidad y una comprensión de la vida que los llena de compasión, humildad y una profunda inquietud amorosa. La gente bella no surge de la nada.”
Elisabeth Kübler- Ross
Todos hemos pasado momentos en los que hemos sentido que la vida se cargaba a nuestras espaldas, volviéndose, al mismo tiempo, terriblemente pesada.
Además, seguramente, este mismo fenómeno lo hemos podido observar también en los demás. Lo hemos visto en sus caras, en sus gestos, en sus manos, en su orgullo, en un halo de sufrimiento que emanaba de su alma.
En estos momentos, también hemos visto cómo muchas personas se caían y se dejaban vencer; y cómo otras, por el contrario, encontraban un pretexto en el que apoyarse.
Porque hay personas que encuentran en su interior un punto de apoyo y, triunfantes, lo sacan a la luz con la sonrisa iluminada de un jugador experto, un jugador que sabe guardarse la mejor carta para, definitivamente, poner la balanza de su lado. Y, aunque minutos antes todos le dieran por perdedor, lo consiguen.
Estas personas no son especialmente fuertes, tampoco son de las que se guardan sus sentimientos ni de las que esconden el dolor. Estas personas son las que tienen uno o varios motivos sinceros por los que amar a la vida.
Los motivos de estas personas responden solo a razones o a voluntades que exponen en el juicio final con la pureza de aquel que sabe resumir la vida en pocas palabras. Razones que les mueven a pelear por la vida de maner sincera cuando se encuentran colgadas del abismo y los dedos duelen de manera insoportable.
Estas personas susurran un grito de esperanza que desgarra a su tentación, a un diablo escondido que clama por el abandono y a la paz engañosa de permitir la derrota.
En esos momentos, estas personas sienten, al igual que tú y que yo, que lo más fácil es cerrar los ojos y dejarse caer. Y, entonces, ellos también tienen ganas de abandonarse con la esperanza de que al final del desfiladero se encuentre un colchón de agua en el que refugiarse hasta que vuelvan las fuerzas.
Encontrar este punto de apoyo es, para muchos, una tarea dificultosa. Imaginemos a una madre soltera que tiene dos hijos, que se acaba de quedar en paro y que no encuentra trabajo.
Seguramente, al principio, buscará trabajo con ilusión, una ilusión que aún no ha sido erosionada por el paso del tiempo. Sin embargo, si no lo encuentra, esta ilusión se terminará y se preguntará: ¿por qué seguir peleando todos los días si vuelvo a la cama con el mismo resultado que el que tenía cuando me levanté?
Probablemente, entonces, aparecerán en su mente sus hijos, aparecerá ese amor que supera los límites mentales ante los que, de otra forma, habría sucumbido. Sentirá que no hay otra salida, que no hay otro camino y que nunca podrá rendirse cuando de ella dependen los seres más valiosos que tiene en el mundo.
Además, curiosamente, en estas situaciones aparece una extraña forma de pensar llamada “la falacia del jugador”. ¿En qué consiste esta falsa creencia?
La persona que actúa bajo los efectos de este tipo de razonamiento piensa, al igual que un jugador de cartas, que el hecho de que haya experimentado ya muchas situaciones de mala fortuna seguidas hace más probable que la siguiente vez el azar se ponga de su lado. Es precisamente este fallo en la estimación de la probabilidad lo que mantiene la esperanza y sostiene la lucha.
En otras ocasiones hemos construido este punto de apoyo a fuerza de sacrificios. Esto ocurre en esos momentos en los que pensamos que todo lo que hemos invertido para llegar a ese punto y todo lo que hemos construido se convierte precisamente en la razón que no nos permite abandonar.
En esos casos asumimos que hace tiempo que tomamos la decisión de no plantearnos otra opción, por muy mal que se pusieran las cosas y peligroso fuera el camino.
En este sentido, pensamos que ya evaluamos en su día el riesgo del sendero que elegimos y que fue entonces cuando decidimos aceptarlo como el destino de nuestro principio, ya fuese el de nuestra mejor victoria o del más desastroso de nuestros fracasos.
Sea de una forma u otra, estos apoyos invisibles, desgarradores y sinceros son los que sujetan los corazones atacados por el frío, aún cuando este parece calar hasta los huesos.
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