“…esta historia tiene que ver realmente con lo que no tiene nombre, con segundos de espanto para los que no hay lenguaje.”
-Peter Handke-
“Lo que no tiene nombre” es el título que escogió la poeta Piedad Bonnett para narrar una tragedia que la dejó sin palabras. Su hijo Daniel, un prometedor artista de 28 años, se había suicidado el 14 de mayo de 2011.
Piedad Bonnett es una escritora colombiana muy exitosa. Tiene una obra prolífica, traducida a más de cinco idiomas y una colección de premios nacionales e internacionales. Pero no solamente eso: también conformó una familia armoniosa, con un matrimonio estable y unos hijos triunfadores. ¿Qué pasó entonces?
La historia de Daniel
A los 19 años, Daniel, el hijo de Piedad Bonnett, tuvo un problema crítico de acné y se vio obligado a utilizar un medicamento muy fuerte para la piel. Según su madre, este fue el comienzo del fin. Argumenta que nadie les advirtió sobre los efectos secundarios de esa medicina, entre los que “se han comunicado casos de depresión, síntomas psicóticos y rara vez intentos de suicidio”.
Es difícil conjeturar si fue el medicamento o no lo que desencadenó la inestabilidad del muchacho. Lo cierto es que desde entonces comenzó a cambiar su comportamiento. Unos años más tarde fue diagnosticado de esquizofrenia.
La noticia fue devastadora para la madre y para toda la familia.
Una buena parte del libro narra los sucesivos desconciertos frente a las respuestas áridas e imprecisas de los psiquiatras. Los diagnósticos fallidos, los tratamientos sin criterio, el gesto displicente de los médicos. La angustia por los estigmas frente a la enfermedad, las dudas sobre el futuro.
Así, describe la autora sus impresiones de aquellos años: “Yo lo miraba vivir, con un secreto temblor y le ayudaba a soñar, con la esperanza de que un sereno equilibrio se instalara algún día para siempre en él y le permitiera tener un futuro de plenitud, una mujer, tal vez hijos”.
Finalmente, Daniel logró obtener un buen margen de estabilidad gracias al tratamiento con un psiquiatra que combinó los fármacos y el psicoanálisis.
El suicidio
La realidad en otro país, lejos de los afectos y la comprensión de sus padres, terminó por alterar el equilibrio de Daniel. De la estabilidad lograda fue pasando poco a poco a una inquietud creciente. Veía al psiquiatra en la universidad y tomaba sus medicinas, pero, al mismo tiempo, se sentía cada vez más presionado por las exigencias del medio, por su capacidad de desempeño.
Daniel era un excelente pintor figurativo. Pero en el medio académico campeaba el axioma de que “la pintura ha muerto”. Esta sentencia se grabó en su mente como con fuego. Sentía inseguridad por la validez de lo que hacía; un cierto temor al fracaso, al sinsentido.
En Columbia intentó llevar su profesión a otro ámbito: la administración artística. Era una forma desesperada de otorgarle un sentido práctico a su actividad creativa: “Ya nadie compra pintura, mamá, me decía. ¿De qué voy a vivir?”
El conflicto entre el pintor que era y el administrador de arte que se obligaba a ser, dio por resultado una desazón constante. Vio a varios terapeutas en Nueva York y visitó a un nuevo psiquiatra, que le dio una dosis alta de medicamento y no revisaba periódicamente posibles reducciones.
Al final, Daniel se encuentra en una gran encrucijada. Dejar sus estudios y volver a Colombia era admitir un enorme fracaso. Seguir adelante lo alejaba de su verdadera vocación. En ese punto decide suicidarse.
Su madre escribe el libro “Lo que no tiene nombre” para darle un lugar en la memoria a la vida de Daniel. También para dar testimonio del profundo dolor que embarga a quien es testigo impotente de un padecimiento profundo en alguien que ama.
Uno de los grandes valores del libro está en denunciar las grietas por donde se mueve la psiquiatría y la gigantesca tragedia a la que se ve enfrentado alguien que padece esquizofrenia.
Un extraordinario libro, sin duda, bellísimamente escrito.
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