De dónde nace la fuerza de voluntad
Aunque “fuerza de voluntad” es una expresión que todos usamos sin reparar en ello, la verdad es que se trata de un concepto frente al cual hay grandes controversias.
Desde el punto de vista filosófico, tiene su origen en la metafísica, particularmente en Aristóteles. Desde allí se introdujo en las diversas religiones occidentales, convirtiéndose en una virtud de primer orden.
“La fuerza de voluntad es la mente como un ciego fuerte que lleva sobre los hombros de un hombre cojo que puede ver.”
-Arthur Shopenhauer-
La fuerza de voluntad se define como la capacidad para dirigir y controlar las acciones propias.
Los metafísicos y las religiones señalan que esa fuerza nace exclusivamente de la libre determinación de cada persona.
Sin embargo, el psicoanálisis planteó serios reparos tanto al concepto de “voluntad”, como al de “fuerza de voluntad”, debido al descubrimiento del inconsciente.
Lo que se sale de control
Para el psicoanálisis, los procesos conscientes son solo “la punta del iceberg” en la actividad mental. En realidad, los pensamientos y los actos están determinados por una fuerza que no es la de la voluntad, sino la del inconsciente.
Ese descubrimiento permitió explicar muchos hechos. Por ejemplo los “lapsus linguae”, o episodios en los que una persona quiere decir algo, pero, “sin quererlo”, termina diciendo otra cosa.
También el inconsciente es el responsable de los llamados “actos fallidos”: la persona se propone conscientemente hacer algo, pero termina realizando una acción muy diferente.
Lo vemos todos los días en la vida cotidiana. Alguien que quiere llegar temprano a su cita, pero “sin querer” se retrasa o nunca llega. O los que quieren “poner empeño en su trabajo”, pero terminan ocupándose en otras cosas, mientras laboran.
Para el psicoanálisis, entonces, la voluntad no es una fuerza, sino la expresión de un deseo inconsciente. Solo cuando una persona es consecuente con su deseo, acude la voluntad. Si no es así, esa “voluntad le traiciona”.
Las filosofías orientales, como el Zen, tampoco abordan la llamada “fuerza de voluntad” en sus prácticas. Sostienen que la misma es una autoagresión y que debe ser sustituida por el entendimiento y el amor, que son, finalmente, las fuerzas que llevan a la acción.
La voluntad y la conciencia
Lo que hay en común entre el psicoanálisis y las filosofías orientales es la idea de que la voluntad no es un acto de fuerza. Y que, en cambio, solo puede nacer de la comprensión y, por lo tanto, de la conciencia.
Cuando hay propósitos definidos y conscientes, pero no llegan a convertirse en actos, la solución no está en forzarnos y obligarnos a actuar en determinado sentido.
Este tipo de situaciones entrañan un valioso mensaje. Hay “algo” que bloquea la voluntad para actuar en un determinado sentido. En realidad, no es que falle la fuerza de voluntad, sino que triunfa un deseo del que no tenemos conciencia.
Queremos seguir rigurosamente una dieta, pero al mismo tiempo deseamos comer hasta hartarnos. Iniciamos el régimen y más temprano que tarde nos descubrimos dándonos un delicioso “último” banquete, entre la culpa y la satisfacción.
Lo que ocurre ahí es que hemos racionalizado las ventajas de comer sanamente, pero no hemos comprendido nuestro deseo de comer hasta el hartazgo. Tal vez la comida representa algo más que un sabor o una sensación en el estómago.
Tal vez esa compulsión nos habla de un deseo más profundo que reduce la “fuerza de voluntad” a cero.
En esos casos, la voluntad no acude. Cuando lo que hacemos se opone a nuestra voluntad consciente, no se puede hablar de una debilidad de carácter, sino un síntoma del inconsciente. Cuando ese síntoma de descifrado y comprendido, se desvanece.
Quizás necesitamos menos forzarnos y más comprendernos para lograr que las intenciones se conviertan en actos. Y que esos actos sean coherentes con lo que realmente queremos hacer de nuestra vida.
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