Si lo piensas un momento, los “procedimientos” que se han impuesto para ser “más bellos” suelen ser bastante agresivos. Desde la depilación de las cejas, en donde a veces sientes que te arrancan el ojo, hasta las cirugías que dejan a “la víctima” convaleciente varias semanas.
Hay fajas que te comprimen las vísceras, pero te garantizan “cintura de avispa”. Hay “yesoterapia” y quedas como una momia embalsamada por algunos días, pero aparentemente mejoras tu imagen. O las “cámaras de bronceo” en donde básicamente te rostizas para parecer más chic.
“La belleza complace a los ojos; la dulzura encadena el alma”
Los procedimientos estéticos se están convirtiendo en epidemia. Todo puede ser recompuesto en un quirófano: labios más anchos, nalgas más grandes, nariz perfecta, menos arrugas… Hombres y mujeres son capaces de someterse a lo que sea, con tal de ser cada vez más parecidos a algún “artista” de cine. A veces hasta comprometen su salud y su vida en esa cuestionable aventura.
La demanda externa de belleza
Los procedimientos estéticos son en muchos casos dolorosos y entrañan un peligro. Entonces, ¿por qué tantas mujeres (y ahora cada vez más hombres) son capaces de someterse a ellos, con tal de parecer bellos? Sin duda, en nuestra sociedad hay una demanda dictatorial de belleza. Se sabe que los más bonitos tienen más posibilidades de conseguir empleo y aumentan su “éxito social”.
Los bonitos capturan mejor la atención de los demás y son aprobados de entrada en cualquier lugar. Los bellos tienen un halo de encanto, que es constantemente elogiado y bien recibido. Aparentemente, es más fácil abrirse paso en el mundo cuando se es bello. Es un factor que los empleadores toman en cuenta para darle “mejor imagen” a sus empresas. Es un elemento importante a la hora de elegir pareja.
Lo más complicado es que “lo bello” es cada vez más tiránico: corresponde a unos patrones muy definidos. Por eso hay chicas coreanas que pagan fortunas para que les agranden sus ojos rasgados. Por eso hay negros que quieren ser blancos y blancos que quieren broncearse. Cabellos ensortijados que encuentran la manera de alisarse y labios delgados que terminan inflamándose a lo Angelina Jolie.
Y es que la belleza no puede considerarse una virtud en sí misma. Son los otros quienes definen lo que es bello. La mirada de los demás es la que evalúa y determina si alguien es bonito y en qué medida lo es. En otras palabras, el concepto de belleza es, en mayor o menor medida, un concepto arbitrario e impuesto a cada sujeto.
La demanda interna de belleza
Por lo general, las personas no piensan en la belleza sino que aceptan pasivamente el estereotipo que se les impone. Ese es precisamente el problema: se trata de una orden que se debe obedecer “ciegamente”. Esa sobrevaloración del estereotipo de belleza reposa sobre la idea de que los vínculos sociales tienen como base un proceso de seducción. Este mito proviene del mundo de las ventas.
Lo que el aspirante a “bello” quiere es contar con una herramienta para seducir: su propio cuerpo. Y la palabra “seducir” viene de una raíz indoeuropea, que etimológicamente significa: guiar a otro para conducirlo por el camino que me conviene.
La belleza, entonces, pone en juego la apariencia como un factor decisivo en una relación. Y la seducción nutre un juego de manipulaciones. Así que, en últimas, se conforma una red de vínculos entre apariencias que se manipulan mutuamente. Una red de máscaras.
En el acto de sostener constantemente algo que es efímero, entra en la lógica de someterse a todo tipo de agresiones físicas para levantar el párpado caído o imprimir un maquillaje permanente. El acto de seducción también es efímero. Detrás de esa bella apariencia que logró cautivar en el primer momento, puede que no haya otra cosa que alguien terriblemente asustado y colmado de dudas sobre quién es y cuál es su valor.
Así que más temprano que tarde el telón cae y se acaba la función. Esa belleza, tan arduamente luchada, termina no sirviendo más que para poner en escena farsas de un solo acto.
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