El lenguaje de la represión
La represión es un mecanismo a través del cual una persona expulsa de su conciencia los pensamientos, sentimientos o deseos que le resultan inadmisibles. O sea, todo aquello que no tolera sentir, pensar o desear.
Con un ejemplo se entiende mejor. Supongamos que hay alguien que tiene una pareja estable, con la que se siente feliz. Pero de repente se siente atraído por otra persona y percibe esto como una amenaza. Decide entonces expulsar esa idea de su conciencia, pretender que jamás ocurrió.
“La represión sexual y la culpa respecto a nuestros deseos sexuales hacen que nos denigremos a nosotros mismos, que nos odiemos y que odiemos frecuentemente a otras personas más libres y menos reprimidas.”Compartir
Hasta ahí, todo muy bien. El problema está en que hay una ley psíquica: lo reprimido no desaparece, sino que sigue actuando desde el inconsciente. De hecho, los contenidos reprimidos, precisamente por haber sido reprimidos, adquieren una fuerza inusitada.
Todo lo reprimido retorna. El deseo no se elimina con sacarlo de la conciencia. Toma diferentes formas para volver a manifestarse, una y otra vez. La represión tiene su propio lenguaje y estas son sus principales expresiones.
Los sueños, un lenguaje de la represión
Al momento de dormir, la conciencia deja de ser ese centinela que está todo el tiempo diciéndote cuáles pensamientos y sentimientos debes admitir y cuáles no. Durante el sueño se levanta la censura y lo inconsciente se expresa plenamente.
Si lo reprimido reviste un mayor grado de complejidad, o se refiere a contenidos que son verdaderamente intolerables para el sujeto, el sueño tendrá también una composición más enigmática. Ya no aparecen las escenas literales, sino que cada elemento aparece simbolizado o encubierto. Son esos sueños que parecen no tener pies ni cabeza. En otros muchos casos, ni siquiera se logra recordar lo que se soñó.
Los actos fallidos
Reciben el nombre de “actos fallidos”, aunque en realidad sean “actos logrados”. Lo reprimido no retorna solamente en sueños, también lo hace a través de acciones concretas que realizamos “sin querer” en nuestro día a día.
Volviendo al ejemplo que hemos venido abordando, un acto fallido sería, por ejemplo, que en lugar de marcar el número de teléfono de la pareja, se llame “sin querer” a la persona que despierta atracción y se percibe como amenazante.
Todo aquello que hacemos “sin querer, queriendo” corresponde al concepto de acto fallido, o acto logrado. Fallido porque no era eso lo que conscientemente nos proponíamos. Logrado, porque en el fondo eso sí era lo que deseábamos hacer.
Los lapsus linguae o lapsus calami
Operan de una manera muy similar a los actos fallidos, pero aparecen únicamente en el terreno del lenguaje. Son “errores” involuntarios al momento de hablar (lapsus linguae) o al escribir (lapsus calami). Recuerdo uno. Él quería escribirle a su chica “Eres bella”. Pero, sin querer, omitió una letra y terminó escribiendo “Eres ella”.
O cuando alguien quiere decir “el dinero es tuyo” y cambia una letra, alterando el sentido también: “el dinero es suyo”. Con esa sutileza, la posesión pasa de una segunda a una tercera persona. También existen los lapsus de memoria, en los que se olvida momentáneamente algo que no tendría por qué olvidarse. Por ejemplo, el nombre del jefe o, incluso, de un hijo.
Los síntomas neuróticos
Son acciones más o menos absurdas que emprendemos en nuestra vida cotidiana, o situaciones inexplicables que nos sobrevienen sin saber por qué. Lo que expresan es ese deseo que reprimimos y que puja por manifestarse.
También se dan casos como el de un empleado que fue mal tratado por su jefe y quiso responderle, pero no tuvo el valor de hacerlo. Entonces queda afónico, o comienza a sentir molestias en su garganta.
Los chistes
Los chistes expresan lo que está reprimido no en el plano individual, sino en el marco de lo social. Revelan sentimientos de rechazo, desafían tabúes o desnudan deseos colectivos.
Hay muchos chistes xenófobos, sexistas, etc., que permiten expresar sentimientos o ideas que de otro modo serían censuradas socialmente. Ahí precisamente reside la gracia de muchos de ellos. Por ejemplo, el conocido chiste al que alude Jacques Lacan en una de sus exposiciones: “Entre lo sublime y lo ridículo hay solo un paso. Ese paso se llama el Canal de La Mancha”.
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