Si has decidido leer este artículo es porque, seguramente, sientas miedo o, quizá, lo hayas sentido hace poco. Todo el mundo se ha sentido así alguna vez en su vida dado que, lo queramos o no, no se puede evitar: no se puede decir no al miedo sin que este nos haya llegado primero al alma. Tiene que entrar, provocar que lo sintamos dentro, para después manejarte o dejarse manejar.
Por eso, no podemos hacer nada para evitar que éste nos llene. De hecho, si estás leyendo este artículo no encontrarás aquí ninguna solución que te lleve a cerrarle la entrada: si quiere entrar, lo hará. Lo que sí encontrarás aquí es un apoyo para darte cuenta de que, cuando el miedo te pide que des la cara, tienes todo el poder para hacerlo y vencerlo; porque, como diría Benedetti se detiene a un palmo del abismo.
Los límites del miedo
Por estado general, el miedo no es negativo. Es un mecanismo de defensa que puede ayudarnos a ser más precavidos, a protegernos ante algunos peligros y a no cometer imprudencias de las que podríamos arrepentirnos más adelante, puesto que algunas inseguridades derivadas esta emoción nos mantienen más concentrados en lo que tenemos alrededor.
Cuando el miedo toma más confianza de la que debería en nuestro cuerpo, comienza a someternos y a impedirnos que actuemos como de verdad desearíamos. Entonces comienza también a ser negativo por inercia: no nos deja ser al completo y nos roba sueños mientras somos conscientes de ello.
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Sin embargo, todavía hay un hueco para el pulso mano a mano: tenemos otro sentimiento que nace de dentro y nos ayuda a defendernos de nuestro propio daño y del ajeno, el coraje. Existe, en este sentido, un punto de coincidencia en el que el miedo se cruza con el coraje: ahí es como si se disputaran el mando de nuestros movimientos y elecciones.
En el momento en el que el coraje empieza a hacerse notar, el temor va viendo sus limitaciones; cuando el abismo queda al fondo, el coraje innato aparece para ayudarnos a levantar y seguir. Por naturaleza tenemos fuerza suficiente para plantarle cara al daño y para no dejar que se haga sufrimiento, para decir no y para decir puedo con ello.
La tristeza y el miedo a veces saben a paz
Parece difícil entender que de la tristeza y del miedo podamos extraer un poquito de paz; pero, así es. Centrarse en el miedo nos deprime, nos acorrala y no nos permite continuar: es justo en estas situaciones cuando nos vemos de cara a nosotros mismos, nos miramos por dentro y palpamos el daño que nos está ocasionando.
“Tuve el privilegio de sentir que lo había perdido todo. Tuve la suerte de descubrir así qué era lo que realmente necesitaba.
La tristeza a veces sabe a paz.”-Sara Bueno-
Resurgir de ese daño y saber que lo hemos logrado es lo que nos da la paz: lo mismo ocurre cuando superamos alguna situación traumática como al perder a un ser querido, al romper una relación, al fallarnos… Nuestra capacidad de resiliencia tiene un foco de bienestar: ser felices tiene un precio y, a veces, ese precio es es la superación de nuestros miedos después de haberlo experimentado.
Somos capaces de detener el miedo, más en el momento en el que creemos que ya no podremos con él: ahí tenemos la valentía suficiente para no dejar que nos venza. Si has llegado hasta aquí leyendo te habrás dado cuenta de lo que decíamos al principio: no podemos evitar el miedo, es natural; pero el miedo se detiene a un palmo del abismo, cuando nos toca luchar, romper la coraza y saltar para no caer con él.
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