Equivocarse para muchos es un pecado capital. El fracaso es merecedor de una sanción que vay de dura a muy dura, dependiendo de lo estricto que sea el evaluador o lo desastrosas que hayan sido las consecuencias. Sin este castigo, se entiende que no hay una motivación para el aprendizaje y que además se le da una oportunidad a la pereza para que menoscabe una posible voluntad de reparación.
Los errores no son los malos de la película, como nos quieren hacer creer. Es lo que hagamos con los errores, lo que determina su sentido, es donde los pongamos en el hogar de nuestra conciencia lo que determinara el papel que van a jugar en el futuro. De una manera u otra, en nuestras manos reside el poder de señalarles un lugar para que sumen o resten.
El fracaso, ¿es un verdadero fracaso?
Cuando algo no sale como queremos tenemos dos opciones: bajar los brazos y no volver a intentarlo o usar el error como puente para seguir adelante y sortear ese obstáculo. La diferencia puede parecer bastante simple en la teoría pero a veces en la práctica no es tan tan fácil de plasmar.
Durante años y años, el error y el fracaso han sido demonizados y puestos en el lado de los “malos” cuando en realidad pueden incluso considerarse como tus amigos. Todo depende de la actitud que tomes ante una equivocación. ¿Continuarás una y otra vez cometiendo la misma equivocación o aprenderás de ese fallo para no repetirlo?
El primer paso es el más difícil. No, no se trata de equivocarse, eso es lo más fácil del mundo. Somos personas de carne y hueso y no podemos hacer todo perfecto. Lo complicado y en lo que hay que trabajar es en reconocer los errores.
Megan McArdle indica en su libro “El lado bueno de las caídas” (The upside of down) que desde la antigüedad tenemos una percepción equivocada y una muy poca tolerancia a los errores. Cuando las comunidades se dedicaban a cazar y a recolectar la comida los fracasos se olvidaban rápidamente porque debían volver a enfocarse en encontrar el sustento para la familia.
Sin embargo, con el descubrimiento y posterior desarrollo de la agricultura cada persona pasó a tener una tarea específica que en conjunto hacía que los cultivos sean buenos y copiosos cada temporada. Por esa razón el que trabajaba menos o de manera deficiente perjudicaba al resto y debía ser castigado.
En el sistema laboral de los siglos posteriores se empleó un sistema similar. La escuela no fue ni es la excepción. Se persigue siempre la perfección, la mejor calificación en los exámenes, el trabajo nunca mejor hecho… cuando en realidad debería fomentarse la experimentación y la actitud ante el fracaso.
Ejemplos de fracaso antes de éxito
A lo largo de la historia, miles de personas han sido exitosas en sus proyectos. Pero si nos ponemos a analizar sus carreras nos daremos cuenta de que anteriormente han fracasado y no una, sino varias veces. Desde Stephen King a Steve Jobs, pasando por Axl Rose a Orson Welles… todos tienen en su biografía equivocaciones y errores.
¡Incluso Thomas Edison, que inventó miles de objetos, en la escuela tenía las etiquetas de improductivo y estéril! En el creador de la lámpara podemos basarnos para entender por qué los errores y fracasos del pasado no deberían cambiar ni menguar nuestras ganas de salir adelante y progresar.
Aceptar la caída y el fracaso
Es muy fácil decirlo, no tan fácil hacerlo. Todos tenemos unos ciertos patrones de comportamiento, una cierta tendencia a la acción que es muy complicada de cambiar. ¿Por qué? Dos razones muy sencillas: porque las hemos repetido una y otra vez hasta automatizarlas y porque hemos encontrado cierta comodidad en ellas. Forman parte de nuestra zona de confort.
Por ejemplo, si conoces a algún instructor de conducción y le preguntas si prefiere enseñar a alumnos que ya hayan conducido antes de hacer las practicas o a alumnos que no, probablemente te responderá que prefiere alumnos sin experiencia. ¿Por qué? Porque los alumnos que nunca han conducido tampoco han tenido la oportunidad de aprender algunos de los malos hábitos, esos que prácticamente todos terminamos cogiendo cuando acumulamos una cierta experiencia.
Pero claro, no se trata de cambiar por cambiar, sino de cambiar lo malo y conservar lo bueno. Así, para aprender de los errores hay que saber discriminar donde se encuentran. Muchas veces, no vemos el error directamente, solamente el producto del propio fracaso y tenemos que identificar en qué paso del proceso hemos metido la pata.
Aprender de los errores
Finamente, para aprender de los errores se necesita un cierto poder de disociación. Es decir, asumir que el error lo he cometido yo pero que ese fracaso no forma parte de mí ni me configura. He sido yo quien lo ha mentido, quien ha llegado tarde o quien ha desordenado todo, pero no por eso soy un mentiroso, un impuntual o un desordenado.
Es este último paso es que nos permite utilizarlo como lo que es sin que pueda dañar nuestra autoestima. Es esta separación la que hace que podamos mirar de frente al fallo, analizarlo y determinar cuál hubiera sido su opuesto en la moneda: la cara o el acierto.
Asumamos que el éxito sin el fracaso es tan improbable como que nos toque la lotería. Normalmente es el resultado de un proceso en el que existen avances y retrocesos, pero en el que también existe un dinámica y una motivación contantes. El error debe ser, contra lo que quizás nos dice la intuición, el engrasante que hace que todo fluya con inteligencia, porque “ningún mar en calma hizo experto al marinero”.
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