Se puede afirmar que la familia siempre ha sido una institución en crisis. Lo que varía, de época a época, es el tipo de crisis que afronta y los valores que presenta. En el pasado estaba relacionado con el relegamiento de la mujer y los modelos autoritarios de crianza. En el presente, tiene que ver con los modelos de disciplina excesivamente permisivos y la fractura de los lazos conyugales.
Como quiera que sea, se puede afirmar que la familia es el núcleo decisivo en la formación de todo ser humano. Es en su interior se cimentan algunos valores fundamentales, que son determinantes para la construcción de la identidad y del vínculo básico que establecemos con el mundo.
“Solo dos legados duraderos podemos dejar a nuestros hijos: uno, raíces; otro, alas.”Compartir
Habitualmente, es en la familia donde aprendemos a reconocer quiénes somos y qué deseamos. También nos imprime una actitud hacia la realidad. No importa que esa familia sea monoparental o que, incluso, no sea realmente nuestra familia. Quienes nos rodean en nuestros primeros años dejan una huella indeleble en lo que somos, una marca de la que forman parte los cinco valores que os describimos a continuación.
En todo ser humano existe una tendencia que lo inclina hacia la vida y otra hacia la muerte. Vida y muerte no son solamente estados biológicos. La vida se asocia con el movimiento, el cambio y el crecimiento. La muerte, por su parte, remite a todo lo contrario: los estados de pasividad, fijaciones, estancamiento de la evolución y repetición.
Es en la primera infancia y junto a la familia cuando una de esas dos fuerzas se arraiga con mayor vigor en nuestra mente. Si se tiene la fortuna de contar con una familia en la que predomina una tendencia hacia la vida, es más que probable que esa actitud se afiance en quienes crecen en ella. Se trata de algo que va más allá de las palabras. Tiene que ver con una disposición profunda hacia todo lo que signifique vivir.
Esto no quiere decir que alguien que haya nacido en condiciones menos favorables no pueda desarrollar amor por la vida. Tampoco significa que en quien predomina el amor por vivir no tenga momentos o situaciones que lo inclinen hacia lo que representa la muerte. Pero, definitivamente, contar con una familia con una tendencia positiva hacia la vida es una gran ventaja.
Cuando hablamos de autoridad, no nos estamos refiriendo a cualquier fuente de mandatos y de órdenes. Más bien hacemos alusión a esas personas o instancias de las cuales emana un poder, legítimo y racional, que se debe respetar. A su vez, ese respeto no significa obediencia ciega, sino reconocimiento del mayor estatus jerárquico que tiene una persona o una institución, en razón a unos valores determinados (edad, experiencia, conocimiento, etc.).
El respeto por la autoridad es otro de los valores que se aprende en familia. Nace, precisamente, del modelo de autoridad que sean capaces de generar los padres. Si logran inculcar una disciplina inteligente y transmitir convicciones frente a determinados valores, probablemente lograran instaurar en la conciencia de los niños la idea del respeto por la experiencia. Algo que no está reñido con manifestar el desacuerdo o con la crítica razonable hacia el pensamiento de alguien más mayor.
Autocontrol de las emociones
Los padres son educadores a tiempo completo, incluso cuando no están presentes. Si los están porque los niños les observan con atención y si no lo están porque son ellos quienes eligen a las personas que cuidan de los pequeños en su ausencia.
Por otro lado, más que las palabras o los mandatos, el ejemplo de los padres resulta decisivo. Los niños, básicamente, absorben los comportamientos que ven a su alrededor y los imitan. Con las acciones es como se les indica que algo es correcto, qué no lo es y cómo debemos comportarnos frente a diversas situaciones.
Los niños tendrán muchos momentos de descontrol, pues son personas que empiezan a descubrir sus emociones y por lo tanto no tienen un gran control sobre ellas. Si frente a ese pequeño caos interno, encuentran adultos que mantienen la serenidad y les ayudan a encauzar las reacciones descontroladas, poco a poco asimilarán esa actitud y la incorporarán a su forma de ser.
Una de las funciones de los adultos es precisamente la de poner límites razonables a la intensidad y la expresión de las emociones. Es aquí donde entra en juego la capacidad comunicativa y la inteligencia emocional de las personas que están en el entorno cercano de los pequeños.
Identidad de género
La identidad de género es un valor individual ya que forma parte de la autodefinición personal. No importa si alguien se construye a sí mismo como hombre o mujer, independientemente de su sexo biológico. Lo que cuenta aquí es precisamente esa posibilidad de construirse como de uno u otro género, sin que medien presiones para que la persona se ajuste a un estereotipo.
Una familia sana es flexible en la asignación de roles para cada género. Este factor concede mayor libertad para que cada quien identifique sus gustos, preferencias y su lugar en el mundo, liberándose de los esquematismos sociales. Sin duda, la identidad de género incide en forma decisiva en la elección de pareja y en la manera de vivir la sexualidad desde las edades más tempranas.
Fraternidad
La fraternidad, más allá de ser un valor, es una forma de relacionarse con el mundo. Supone un importante grado de conformidad con uno mismo, ya que sin amor propio es imposible valorar lo ajeno. Pero, a su vez, la fraternidad es precisamente uno de los valores que permite trascender el plano individual y conectarse con el mundo de una forma constructiva.
La familia es el primer núcleo social y, por lo tanto, allí se aprenden las bases de las relaciones humanas. Es en la familia donde el ser humano suele aprender las responsabilidades y las consideraciones que debe tener para con los demás. No es algo que se imponga, sino que se vivencia en el día a día del grupo familiar. Así, si el vínculo es solidario y fundado en la justicia, el niño probablemente va a asimilar estos valores en su forma de actuar.
lamenteesmravillosa.,com