Se ha vuelto común el hecho de decir que no vale la pena participar en política porque todo será siempre igual y no hay manera de arreglarlo. Una buena parte de los ciudadanos en el mundo son apolíticos, no se ocupa ni siquiera de ejercer el derecho al voto y no quiere saber nada de lo que se hace desde el poder, salvo para quejarse de él.
Siguiendo este hilo, traemos a colación un dato importante: el origen de la palabra “idiota”. La palabra “idiota” tiene su origen en la Grecia Antigua y era utilizada para designar a aquellas personas que no se ocupaban de los asuntos públicos, sino solamente de los temas privados. Al principio no tenía una connotación despectiva, pero con el paso del tiempo, especialmente después de algunos sucesos, se convirtió en una palabra insultante.
“La política es el arte de impedir que la gente se meta en lo que sí le importa”.Compartir
Los atenienses le daban un gran valor a la participación política. Lo consideraban un deber y un derecho y todo ciudadano libre los tenía que ejercer. Esto era precisamente lo que diferenciaba al ciudadano del bárbaro y por eso el Estado se ocupaba de garantizar que los sujetos libres pudieran gozar de ese privilegio. Por eso se les llamaba “idiotas” a quienes no lo hacían.
Es preocupante que muchas personas en el mundo piensen que no participar de alguna manera en la actividad política es un acto de conciencia. Parten de la idea de que ser completamente escépticos y mantenerse al margen de todo es la actitud más razonable. No importa que todo lo que se haga desde el poder los afecte directa o indirectamente. Simplemente han renunciado a participar.
La paradoja es que muchos de esos personajes se mantienen en el poder gracias a los apolíticos. Nada le conviene más a ese tipo de gobernantes que unos ciudadanos pasivos y silenciosos que se conforman con criticarlo todo mientras toman el café.
Los apolíticos le dejan el campo libre a los grupos de poder dentro de una sociedad. No ofrecen resistencia, no contestan y, aparentemente, “no cuentan”. La verdad es que esa “no acción” se convierte en un factor que define mucho para un país. Los que responden se convierten en una minoría, muchas veces marginal; y los que gobiernan mal, lo hacen con la complicidad de los que solamente se ocupan de sus propios asuntos, olvidando que forman parte de una sociedad.
El individualismo y la comunidad
El individualismo radical se ha convertido en una forma de pensar y de vivir. Cada quien piensa solamente en lo que cree que le compete. Pero ahí viene otra paradoja: nunca como ahora las personas han tenido tan poca individualidad. Esa suma de islas conforman una masa en la que el uno no se diferencia del otro y cada quien cree que piensa en lo suyo, pero está pensando en lo mismo que piensan los demás.
Ese individuo-masa de la actualidad quiere vivir en su propia burbuja. Cada uno anda con los ojos puestos en su propio teléfono móvil, escuchando su propia música, en sus propios audífonos y con sus propias preocupaciones que, por lo general, son bastante similares a las de los demás. Y si no hay comunidad, como tal, tampoco hay política, como tal.
El sentido de lo colectivo solo se recupera parcialmente en algunas ocasiones excepcionales. En un partido de fútbol, por ejemplo, cuando todos se sienten uno apoyando al mismo equipo. O en un concierto, donde todos cantan al tiempo la misma canción y se contagian mutuamente la emoción o la histeria. Ahí las personas se sienten parte de un colectivo, pero al mismo tiempo se sienten solas. De ahí la necesidad de llevar al extremo la intensidad de las emociones.
En el psicoanálisis lacaniano se suele decir que idiota es el que debe atenerse a las consecuencias. El que padece el efecto de las circunstancias, pero mantiene una posición pasiva frente a ellas. Así es el apolítico, esa persona que quizás construye algunos lazos, pero no sabe construir comunidad. Alguien que exhibe su pasividad como un logro y renuncia a la libertad en nombre de un supuesto éxito individual, desconociendo que se trata más bien de una forma sublimada de esclavitud.
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