Nadie nace avergonzado o con vergüenza. ¿Qué es lo que pasa entonces cuando, por ejemplo, alguien se para frente a un auditorio y tiembla? ¿Siente acaso que lo que tiene por decir es tan poco valioso, que es casi una ofensa hablar para otros? ¿O se cree tan inferior que toma el solo hecho de exponerse en público como una afrenta a la opinión general?
Las mismas preguntas aparecen cuando alguien se esconde de la mirada de los demás en diferentes situaciones. Los que no quieren ser notados o vistos, no por una preferencia personal, sino por la idea de sentirse humillados cuando alguien les mira, nota su presencia o repara en sus actos.
“El amor destierra la vergüenza”Compartir
En la persona avergonzada hay un sentimiento de miedo por el riesgo de que se haga visible una inadecuación o insuficiencia, real o imaginaria. En palabras de Lanski, el que se avergüenza experimenta “la conciencia de que uno mismo es sucio, inadecuado, necesitado, vacío, dependiente, rabioso, decepcionante, tímido, miedoso social o inepto, propenso a la humillación, etc.” En suma, al avergonzado le resulta embarazoso ser quien es o quien cree ser.
Morrison define la vergüenza como “el afecto que refleja el sentimiento de fracaso o de déficit del self”. A esta definición habría que agregarle que ese sentimiento de déficit se establece por comparación con los demás. Se es deficiente, en función de lo que otros son. Por eso, la vergüenza también está en la base de otros sentimientos y pasiones, como la envidia y el resentimiento.
Los efectos de la vergüenza en la vida
Las personas en quienes el sentimiento de vergüenza es muy fuerte, son extremadamente sensibles a la opinión de otros y se sienten heridas con facilidad. Suelen tomarse como personal cualquier actitud de las demás personas. Por ejemplo, si alguien llega tarde, no creerán que el tráfico estaba especialmente congestionado. Más bien van a pensar que se trató de un desaire voluntario del que se demoró.
Lo más fácil sería despachar el tema diciendo que simplemente se trata de personas paranoicas o que permanecen atadas a sus traumas. Sin embargo, el asunto no es tan simple como para deshacerse de él poniendo una etiqueta. Quien está avergonzado sufre mucho. Tanto, que en muchas ocasiones ese sufrimiento y esa vergüenza se apoderan de su vida y bloquean su crecimiento y su evolución.
Por vergüenza, muchas personas no se atreven a pedir, o a exigir, lo que legítimamente les corresponde. Esto se hace más visible frente a las figuras que representan algún tipo de autoridad. Solo alguien con un cierto nivel de orgullo, o de narcicismo bien cimentado, es capaz de ser asertivo frente a un juez, un policía, un maestro, un médico, un empleador, etc.
Por eso, quien está esclavizado por la vergüenza suele ser objeto de conductas abusivas, que finalmente terminan incrementando su percepción de ser indigno. Abusos como que los demás no le tomen en cuenta o que lo dejen siempre de último en los planes o que fácilmente le levanten la voz o se refieran a él despectivamente. Por lo general, esto no ocurre conscientemente. Simplemente sucede y ya está.
Los laberintos de la vergüenza
Hay una vergüenza que podría catalogarse como “constitutiva”, en tanto está presente en una persona desde etapas tempranas de su vida. Hay otra que se relaciona con un episodio específico de humillación o menosprecio. La primera se filtra silenciosamente en la mente y en las emociones, manteniéndose como un telón de fondo en la vida. La segunda, propicia reacciones, muchas veces desmedidas.
Una madre o un padre que se avergüenzan de sí mismos, casi siempre se avergüenzan también de sus hijos, que son la prolongación de su ser. Por eso inculcan la vergüenza como un elemento central en la crianza. No tienen problema en ridiculizarlos frente a otras personas. Tampoco les parece negativo ignorarlos y acusarlos de “mimados” si reclaman atención. A veces, también los someten a castigos desmedidos, con la intención, precisamente, de quebrar su sentido de dignidad.
Las vergüenzas episódicas, por su parte, suelen ser el inicio de los sentimientos de venganza y/o de un rencor visceral. Es frecuente que esos resentimientos y esas venganzas se transformen en un eco sordo y terminen convirtiéndose en tiranía con uno mismo y con los demás. Se desprecia uno mismo por no haber reaccionado y, a la vez, se odia no solo a quien causó la humillación, sino a todo lo que lo representa. Ese rencor opera como un lastre, que no deja vivir.
Sea cual sea el caso, lo cierto es que los sentimientos de vergüenza son también una responsabilidad que se debe asumir. Los otros, bien pueden hacer lo que les parezca, pero es a uno mismo a quien le corresponde trabajar para superar esos sentimientos de inadecuación o para aceptar que en verdad somos inadecuados para algo y que no por eso tenemos que auto flagelarnos. Finalmente, cada uno es responsable del valor que se otorga a sí mismo.
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