Hojas secas
I
Mañana que ya no puedan encontrarse nuestros ojos, y que vivamos ausentes, muy lejos uno del otro, que te hable de mí este libro como de ti me habla todo.
II
Cada hoja es un recuerdo tan triste como tierno de que hubo sobre ese árbol un cielo y un amor; reunidas forman todas el canto del invierno, la estrofa de las nieves y el himno del dolor.
III
Mañana a la misma hora en que el sol te besó por vez primera, sobre tu frente pura y hechicera caerá otra vez el beso de la aurora; pero ese beso que en aquel oriente cayó sobre tu frente solo y frío, mañana bajará dulce y ardiente, porque el beso del sol sobre tu frente bajará acompañado con el mío.
IV
En Dios le exiges a mi fe que crea, y que le alce un altar dentro de mí. ¡Ah! ¡Si basta no más con que te vea para que yo ame a Dios, creyendo en ti!
V
Si hay algún césped blando cubierto de rocío en donde siempre se alce dormida alguna flor, y en donde siempre puedas hallar, dulce bien mío, violetas y jazmines muriéndose de amor;
yo quiero ser el césped florido y matizado donde se asienten, niña, las huellas de tus pies; yo quiero ser la brisa tranquila de ese prado para besar tus labios y agonizar después.
Si hay algún pecho amante que de ternura lleno se agite y se estremezca no más para el amor, yo quiero ser, mi vida, yo quiero ser el seno donde tu frente inclines para dormir mejor.
Yo quiero oír latiendo tu pecho junto al mío, yo quiero oír qué dicen los dos en su latir, y luego darte un beso de ardiente desvarío, y luego… arrodillarme mirándote dormir.
VI
Las doce… ¡adiós…! Es fuerza que me vaya y que te diga adiós… Tu lámpara está ya por extinguirse, y es necesario. ?Aún no?. Las sombras son traidoras, y no quiero que al asomar el sol, se detengan sus rayos a la entrada de nuestro corazón. . . ?Y, ¿qué importan las sombras cuando entre ellas queda velando Dios? ?¿Dios? ¿Y qué puede Dios entre las sombras al lado del amor? ?Cuando te duermas ¿me enviarás un beso? ?¡Y mi alma! ?¡Adiós…! ?¡Adiós…!
VII
Lo que siente el árbol seco por el pájaro que cruza cuando plegando las alas baja hasta sus ramas mustias, y con sus cantos alegra las horas de su amargura; lo que siente pro el día la desolación nocturna que en medio de sus angustias, ve asomar con la mañana de sus esperanzas una; lo que sienten los sepulcros por la mano buena y pura que solamente obligada por la piedad que la impulsa, riega de flores y de hojas la blanca lápida muda, eso es al amarte mi alma lo que siente por la tuya, que has bajado hasta mi invierno, que has surgido entre mi angustia y que has regado de flores la soledad de mi tumba.
Mi hojarasca son mis creencias, mis tinieblas son la duda, mi esperanza es el cadáver, y el mundo mi sepultura… Y como de entre esas hojas jamás retoña ninguna; como la duda es el cielo de una noche siempre oscura, y como la fe es un muerto que no resucita nunca, yo no puedo darte un nido donde recojas tus plumas, ni puedo darte un espacio donde enciendas tu luz pura, ni hacer que mi alma de muerto palpite unida a la tuya; pero si gozar contigo no ha de ser posible nunca, cuando estés triste, y en el alma sientas alguna amargura, yo te ayudaré a que llores, yo te ayudaré a que sufras, y te prestaré mis lágrimas cuando se acaben las tuyas.
VIII
1
Aún más que con los labios hablamos con los ojos; con los labios hablamos de la tierra, con los ojos del cielo y de nosotros.
2
Cuando volví a mi casa de tanta dicha loco, fue cuando comprendí muy lejos de ella que no hay cosa más triste que estar solo.
3
Radiante de ventura, frenético de gozo, cogí una pluma, le escribí a mi madre, y al escribirle se lo dije todo.
4
Después, a la fatiga cediendo poco a poco, me dormí y al dormirme sentí en sueños que ella me daba un beso y mi madre otro.
5
¡Oh sueño, el de mi vida más santo y más hermoso! ¡Qué dulce has de haber sido cuando aun muerto gozo con tu recuerdo de este modo!
IX
Cuando yo comprendí que te quería con toda la lealtad de mi corazón, fue aquella noche en que al abrirme tu alma miré hasta su interior. Rotas estaban tus virgíneas alas que ocultaba en sus pliegues un crespón y un ángel enlutado cerca de ellas lloraba como yo. Otro tal vez, te hubiera aborrecido delante de aquel cuadro aterrador; pero yo no miré en aquel instante más que mi corazón; y te quise tal vez por tus tinieblas, y te adoré, tal vez, por tu dolor, ¡que es muy bello poder decir que el alma ha servido de sol…!
X
Las lágrimas del niño la madre enjuga, las lágrimas del hombre las seca la mujer… ¡Qué tristes las que brotan y bajan por la arruga, del hombre que está solo, del hijo que está ausente, del ser abandonado que llora y que no siente ni el beso de la cuna, ni el beso del placer!
XI
¡Cómo quieres que tan pronto olvide el mal que me has hecho, si cuando me toco el pecho la herida me duele más! Entre el perdón y el olvido hay una distancia inmensa; yo perdonaré la ofensa; pero olvidarla… ¡jamás!
XII
¡Ah, gloria! ¡De qué me sirve tu laurel mágico y santo, cuando ella no enjuga el llanto que estoy vertiendo sobre él! ¡De qué me sirve el reflejo de tu soñada corona! ¡cuando ella no me perdona ni en nombre de ese laurel!
XIII
La que a la luz de sus ojos despertó mi pensamiento, la que al amor de su acento encendió en mí la pasión; muerta para el mundo entero y aun para ella misma muerta, solamente está despierta dentro de mi corazón.
XIV
El cielo muy negro, y como un velo lo envuelve en su crespón la oscuridad; con una sombra más sobre ese cielo el rayo puede desatar su vuelo y la nube cambiarse en tempestad.
XV
Oye, ven a ver las naves, están vestidas de luto, y en vez de las golondrinas están graznando los búhos. . . El órgano está callado, el templo solo y oscuro, sobre el altar… ¿y la virgen por qué tiene el rostro oculto? ¿Ves?… en aquellas paredes están cavando un sepulcro, y parece como que alguien solloza allí, junto al muro. ¿Por qué me miras y tiemblas? ¿Por qué tienes tanto susto? ¿Tú sabes quién es el muerto?
¿Tú sabes quién fue el verdugo?
Manuel Acuña
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