La hora se vacía. Me cansa el libro y lo cierro. Miro, sin mirar, por la ventana. Me espían mis pensamientos. Pienso que no pienso. Alguien, al otro lado, abre una puerta. Tal vez, tras esa puerta, no hay otro lado. Pasos en el pasillo. Pasos de nadie: es sólo el aire buscando su camino. Nunca sabemos si entramos o salimos. Yo, sin moverme, también busco —no mi camino: el rastro de los pasos que por años diezmados me han traído a este instante sin nombre, sin cara. Sin cara, sin nombre. Hora deshabitada. La mesa, el libro, la ventana: cada cosa es irrefutable. Sí,la realidad es real. Y flota —enorme, sólida, palpable— sobre este instante hueco. La realidad está al borde del hoyo siempre. Pienso que no pienso. Me confundo con el aire que anda en el pasillo. El aire sin cara, sin nombre.
Sin nombre, sin cara, sin decir: he llegado, llega. Interminablemente está llegando, inminencia
que se desvanece en un aquí mismo más allá siempre. Un siempre nunca. Presencia sin sombra, disipación de las presencias, Señora de las reticencias que dice todo cuando dice nada, Señora sin nombre, sin cara.
Sin cara, sin nombre: miro —sin mirar; pienso —y me despueblo. Es obsceno, dije en una hora como ésta, morir en su cama. Me arrepiento: no quiero muerte de fuera, quiero morir sabiendo que muero. Este siglo está poseído. En su frente, signo y clavo, arde una idea fija: todos los días nos sirve el mismo plato de sangre. En una esquina cualquiera —justo, onmisciente y armado— aguarda el dogmático sin cara, sin nombre.
Sin nombre, sin cara: la muerte que yo quiero lleva mi nombre, tiene mi cara. Es mi espejo y es mi sombra, la voz sin sonido que dice mi nombre, la oreja que escucha cuando callo, la pared impalpable que me cierra el paso, el piso que de pronto se abre. Es mi creación y soy su criatura. Poco a poco, sin saber lo que hago, la esculpo, escultura de aire. Pero no la toco, pero no me habla. Todavía no aprendo a ver, en la cara del muerto, mi cara.
Rememoración
(Segundo tablero)
…querría hacerla de tal modo que diese a entender que no había sido mi vida tan mala que dejase nombre de loco; puesto que lo he sido, que querría confirmar esta verdad con mi muerte.
Miguel de Cervantes
Con la cabeza lo sabía, no con saber de sangre: es un acorde ser y otro acorde no ser. La misma vibración, el mismo instante ya sin nombre, sin cara. El tiempo, que se come las caras y los nombres, a sí mismo se come. El tiempo es una máscara sin cara.
No me enseñó a morir el Buda. Nos dijo que las caras se disipan y sonido vacío son los nombres. Pero al morir tenemos una cara, morimos con un nombre. En la frontera cenicienta ¿quién abrirá mis ojos? Vuelvo a mis escrituras, al libro del hidalgo mal leído en una adolescencia soleada, con brutales violencias
compartida: el llano acuchillado, las peleas del viento con el polvo, el pirú, surtidor verde de sombra,el testuz obstinado
de la sierra contra la nube encinta de quimeras, la rigurosa luz que parte y distribuye el cuerpo vivo del espacio: geometría y sacrificio.
Yo me abismaba en mi lectura rodeado de prodigios y desastres: al sur los dos volcanes hechos de tiempo, nieve y lejanía; sobre las páginas de piedra los caracteres bárbaros del fuego; las terrazas del vértigo; los cerros casi azules apenas dibujados con manos
impalpables por el aire; el mediodía imaginero que todo lo que toca hace escultura y las distancias
donde el ojo aprende los oficios de pájaro y arquitecto-poeta.
Altiplano, terraza del zodíaco, circo del sol y sus planetas, espejo de la luna, alta marea vuelta piedra, inmensidad escalonadaque sube apenas luz la madrugada y desciende la grave anochecida, jardín de lava, casa de
los ecos, tambor del trueno, caracol del viento, teatro de la lluvia, hangar de nubes, palomar de estrellas.
Giran las estaciones y los días, giran los cielos, rápidos o lentos, las fábulas errantes de las nubes,campos de juego y campos
de batalla de inestables naciones de reflejos, reinos de
viento que disipa el viento:en los días serenos el espacio palpita, los sonidos son cuerpos transparentes, los ecos son visibles, se oyen los silencios. Manantial de presencias, el día fluye desvanecido en sus ficciones.
En los llanos el polvo está dormido. Huesos de siglos por el sol molidos, tiempo hecho sed y
luz, polvo fantasma que se levanta de su lecho pétreo
en pardas y rojizas espirales, polvo danzante enmascarado bajo los domos diáfanos del cielo. Eternidades de un instante, eternidades suficientes, vastas pausas sin tiempo: cada hora es palpable,las formas piensan, la quietud es danza.
Páginas más vividas que leídas en las tardes fluviales: el horizonte fijo y cambiante; el temporal que se despeña,
cárdeno, desde el Ajusco por los llanos con un ruido de
piedras y pezuñas resuelto en un pacífico oleaje; los pies descalzos de la lluvia sobre aquel patio de
ladrillos rojos; la buganvilla en el jardín decrépito, morada vehemencia… Mis sentidos en guerra con el mundo: fue frágil armisticio
la lectura.
Inventa la memoria otro presente. Así me inventa. Se confunde el hoy con lo vivido. Con los ojos cerrados leo el libro: al regresar del desvarío el hidalgo a su nombre regresa y se contempla en el agua estancada de un instante sin tiempo. Despunta, sol dudoso, entre la niebla del espejo, un rostro. Es la cara del muerto. En tales trances, dice, no ha de burlar al alma el hombre. Y se mira a la cara: deshielo de reflejos.
Deprecación (Tablilla)
Debemur morti nos nostraque.
Horacio
No he sido Don Quijote, no deshice ningún entuerto (aunque a veces me han apedreado los galeotes) pero quiero, como él, morir con los ojos abiertos. Morir sabiendo que morir es regresar adonde no sabemos, adonde, sin esperanza, lo esperamos. Morir reconciliado con los tres tiempos y las cinco direcciones, el alma —o lo que así llamamos— vuelta una transparencia. Pido no la iluminación: abrir los ojos, mirar, tocar al
mundo con mirada de sol que se retira; pido ser la quietud del vértigo, la conciencia del tiempo apenas lo que dura un parpadeo del ánima sitiada; pido frente a la tos, el vómito, la mueca, ser día despejado, luz mojada sobre tierra recién llovida y que tu voz, mujer,
sobre mi frente sea el manso soliloquio de algún río; pido ser breve centelleo, repentina fijeza de un reflejo sobre el oleaje de esa hora: memoria y olvido, al fin, una misma claridad instantánea.
Octavio Paz
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