Sentada
Sentada en mis rodillas, se dejaba tocar
el alma, en flor de ausente amor. Por donde quiera
mi mano le sentía la blancura indolente
por la sombra suave de su carne de seda.
Un rubor vivo y cálido ceñía sus mejillas…,
hasta sus uñas se teñían de vergüenza…,
me cojía las manos con sus manos suaves,
con un no querer torpe que a todo se atreviera…
Mi boca le llenaba los rubores de besos,
mi mano levantaba su inclinada cabeza
y cuando levantaba sus párpados de nieve
el luto de sus ojos me inundaba de pena.
Juan Ramón Jiménez