Canción Del conocimiento de sí misno
En el profundo del abismo estabas del no ser encerrado y detenido, sin poder ni saber salir afuera, y todo lo que es algo en mí faltaba, la vida, el alma, el cuerpo y el sentido; y en fin, mi ser no ser entonces era, y así de esta manera estuve eternamente nada visible y sin tratar con gente, en tal suerte que aun era muy más buena del ancho mar la más menuda arena; y el gusanillo de la gente hollado un rey era, conmigo comparado.
Estando, pues, en tal tiniebla oscura, volviendo ya con curso presuroso el sexto siglo el estrellado cielo, miró el gran Padre, Dios de la natura, y viome en sí benigno y amoroso, y sacóme a la luz de aqueste suelo, vistióme de este velo, de flaca carne y güeso, mas diome el alma, a quien no hubiera peso, que impidiera llegar a la presencia de la divina e inefable Esencia, si la primera culpa no agravara su ligereza y alas derribara
¡Oh culpa amarga, y cuánto bien quitaste al alma mía! ¡Cuánto mal hiciste! Luego que fue criada y junto infusa, tú de gracia y justicia la privaste, y al mismo Dios contraria la pusiste; ciega, enemiga, sin favor, confusa, por ti siempre rehúsa el bien, y la molesta la virtud, y a los vicios está presta; por ti la fiera muerte ensangrentada, por ti toda miseria tuvo entrada, hambre, dolor, gemido, fuego, invierno, pobreza, enfermedad, pecado, infierno.
Así que en los pañales del pecado fui, como todos, luego al punto envuelto y con la obligación de eterna pena, con tanta fuerza y tan estrecho atado, que no pudiera de ella verme suelto en virtud propia ni en virtud ajena, sino de aquella (llena de piedad tan fuerte) bondad, que con su muerte a nuestra muerte mató, y gloriosamente hubo deshecho, rompiendo el amoroso y sacro pecho, de donde mana soberana fuente de gracia y de salud a toda gente.
En esto plugo a la bondad inmensa darme otro ser más alto que tenía, bañándome en el agua consagrada; quedó con esto limpia de la ofensa, graciosísima y bella el alma mía, de mil bienes y dones adornada; en fin, cual desposada con el Rey de la gloria, ¡oh, cuán dulce y suavísima memoria!, allí la recibió por cara Esposa, y allí le prometió de no amar cosa fuera de él o por él, mientras viviese. ¡Oh, si, de hoy más siquiera, lo cumpliese!
Crecí después y fui en edad entrando; llegué a la discreción, con que debiera entregarme a quien tanto me había dado, y, en vez de esto la lealtad quebrando, que en el bautismo sacro prometiera y con mi propio nombre había firmado, aún no hubo bien llegado el deleite vicioso del cruel enemigo venenoso, cuando con todo di en un punto al traste. ¿Hay corazón tan duro en sí, que baste a no romperse dentro en nuestro seno, de pena el mío, de lástima el ajeno?
Más que la tierra queda tenebrosa, cuando su claro rostro el sol ausenta y a bañar lleva al mar su carro de oro; más estéril, más seca y pedregosa, que cuando largo tiempo está sedienta, quedó mi alma sin aquel tesoro, por quien yo plaño y lloro, y hay que llorar contino, pues que quedé sin luz del Sol divino, y sin aquel rocío soberano, que obraba en ella el celestial verano; ciega, disforme, torpe y a la hora hecha una vil esclava de señora.
¡Oh, Padre inmenso, que inmovible estando das a las cosas movimiento y vida, y las gobiernas tan süavemente!, ¿qué amor detuvo tu justicia, cuando mi alma tan ingrata y atrevida, dejando a ti, del bien eterno fuente, con ansia tan ardiente en aguas detenidas de cisternas corruptas y podridas, se echó de pechos ante tu presencia? ¡Oh, divina y altísima clemencia, que no me despeñases al momento en el largo profundo del tormento!
Sufrióme entonces tu piedad divina y sacóme de aquel hediondo cieno, do, sin sentir aún el hedor, estaba con falsa paz el ánima mezquina, juzgando por tan rico y tan sereno el miserable estado que gozaba, que sólo deseaba perpetuo aquel contento; pero sopló a deshora un manso viento del Espíritu eterno, y, enviando un aire dulce al alma, fue llevando la espesa niebla que la luz cubría, dándole un claro y muy sereno día.
Vio luego de su estado la vileza, en que, guardando inmundos animales, de su tan vil manjar aún no se hartara; vio el fruto del deleite y de torpeza ser confusión, y penas tan mortales; temió la recta y no doblada vara, y la severa cara de aquel juez sempiterno; la muerte, juicio, gloria, fuego, infierno, cada cual acudiendo por su parte, la cercan con tal fuerza y de tal arte, que, quedando confuso y temeroso, temblando estaba sin hallar reposo.
Ya que, en mí vuelto, sosegué algún tanto, en lágrimas bañando el pecho y suelo, y con suspiros abrasando el viento: «Padre piadoso, dije, Padre santo, benigno Padre, Padre de consuelo, perdonad, Padre, aqueste atrevimiento; a vos vengo, aunque siento, de mí mismo corrido, que no merezco ser de vos oído; mas mirad las heridas que me han hecho mis pecados, cuán roto y cuán deshecho me tienen, y cuán pobre y miserable, ciego, leproso, enfermo, lamentable.
Mostrad vuestras entrañas amorosas en recebirme agora y perdonarme, pues es, benigno Dios, tan propio vuestro tener piedad de todas vuestras cosas; y si os place, Señor, de castigarme, no me entreguéis al enemigo nuestro; a diestro y a siniestro tomad vos la venganza, herid en mí con fuego, azote y lanza; cortad, quemad, romped; sin duelo alguno atormentad mis miembros de uno a uno, con que, después de aqueste tal castigo, volváis a ser mi Dios, mi buen amigo».
Apenas hube dicho aquesto, cuando con los brazos abiertos me levanta y me otorga su amor, su gracia y vida, y a mis males y llagas aplicando la medicina soberana y santa, a tal enfermedad constituida, me deja sin herida, de todo punto sano, pero con las heridas del tirano hábito, que iba ya en naturaleza volviéndose, y con una tal flaqueza, que, aunque sané del mal y su accidente, diez años ha que soy convaleciente.
Fray Luis De León
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