La bella implora amor
Tengo que agradecerte, Señor -de tal manera todopoderoso, que has logrado construir el más horrendo de los mundos-, tengo que agradecerte que me hayas hecho a mí tan bella en especial. Que hayas construido para mí tales tersuras, tal rostro rutilante y tales ojos estelares. Que hayas dado a mis piernas semejantes grandiosas redondeces, y este vuelo delgado a mis caderas, y esta dulzura al talle, y estos mármoles túrgidos al pecho.
Pero tengo que odiarte por esta perfección. Tengo que odiarte por esa pericia torpe de tu excelso cuidado: me has construido a tu imagen inhumana, perfecta y repelente para los imperfectos y me has dado la cruel inteligencia para percibirlo. Pero Dios, por encima de todo, sangro de furia por los ojos al odiarte cuando veo de qué modo primitivo te cebaste al construirme en mis perfectas carnes inocentes, pues no me diste sólo muñecas de cristal, manos preciosas -rosa repetida- o cuello de paloma sin paloma y cabellera de aureolada girándula y mente iluminada por la luz de la locura favorable: hiciste de mi cuerpo un instrumento de tortura, lo convertiste en concentrado beso, en carnicera sustancia de codicia, en cepo delicioso, en lanzadera que no teje el regreso, en temerosa bestia perseguida, en llave sólo para cerrar por dentro. ¿Cómo decirte claro lo que has hecho, Dios, con este cuerpo? ¿Cómo hacer que al decirlas, al hablar de este cuerpo y de sus joyas se amen a sí mismas las palabras y que se vuelvan locas y que estallen y se rompan de amor por este cuerpo que ni siquiera anunciar al sonar? ¿Por qué no haberme creado, limpiamente, de vidrio o terracota?
Cuánto mejor yo fuera si tú mismo no hubieras sido lúbrico al formarme -eterno y sucio esposo- y al fundir mi bronce en tus divinas palmas no me hubieras deseado en tan salvaje estilo. Mejor hubiera sido, de una buena vez, haberme dejado en piedra, en cosa.
Eduarde Lizalde
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