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Los espejos
Yo que sentí el horror de los espejos no sólo ante el cristal impenetrable donde acaba y empieza, inhabitable, un imposible espacio de reflejos
sino ante el agua especular que imita el otro azul en su profundo cielo que a veces raya el ilusorio vuelo del ave inversa o que un temblor agita
Y ante la superficie silenciosa del ébano sutil cuya tersura repite como un sueño la blancura de un vago mármol o una vaga rosa,
Hoy, al cabo de tantos y perplejos años de errar bajo la varia luna, me pregunto qué azar de la fortuna hizo que yo temiera los espejos.
Espejos de metal, enmascarado espejo de caoba que en la bruma de su rojo crepúsculo disfuma ese rostro que mira y es mirado,
Infinitos los veo, elementales ejecutores de un antiguo pacto, multiplicar el mundo como el acto generativo, insomnes y fatales.
Prolonga este vano mundo incierto en su vertiginosa telaraña; a veces en la tarde los empaña el Hálito de un hombre que no ha muerto.
Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro paredes de la alcoba hay un espejo, ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo que arma en el alba un sigiloso teatro.
Todo acontece y nada se recuerda en esos gabinetes cristalinos donde, como fantásticos rabinos, leemos los libros de derecha a izquierda.
Claudio, rey de una tarde, rey soñado, no sintió que era un sueño hasta aquel día en que un actor mimó su felonía con arte silencioso, en un tablado.
Que haya sueños es raro, que haya espejos, que el usual y gastado repertorio de cada día incluya el ilusorio orbe profundo que urden los reflejos.
Dios (he dado en pensar) pone un empeño en toda esa inasible arquitectura que edifica la luz con la tersura del cristal y la sombra con el sueño.
Dios ha creado las noches que se arman de sueños y las formas del espejo para que el hombre sienta que es reflejo y vanidad. Por eso nos alarman.
Jorge Luis Borges
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