El peatón
Se dice, se rumora, afirman en los salones,
en las fiestas, alguien o algunos enterados,
que Jaime Sabines es un gran poeta.
O cuando menos un buen poeta.
O un poeta decente, valioso.
O simplemente, pero realmente, un poeta.
Le llega la noticia a Jaime y éste se alegra:
¡qué maravilla!
¡Soy un poeta!
¡Soy un poeta importante! ¡Soy un gran poeta!
Convencido, sale a la calle, o llega a la casa,
convencido. Pero en la calle nadie,
y en la casa menos:
nadie se da cuenta de que es un poeta.
¿Por qué los poetas no tienen una estrella
en la frente, o un resplandor visible,
o un rayo que les salga de las orejas?
¡Dios mío!, dice Jaime.
Tengo que ser papá o marido,
o trabajar en la fábrica como
otro cualquiera, o andar,
como cualquiera, de peatón.
¡Eso es!, dice Jaime.
No soy un poeta: soy un peatón.
Y esta vez se queda echado en la cama
con una alegría dulce y tranquila.
Jaime Sabines
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