La otra
Una en mí maté: yo no la amaba.
Era la flor llameando del cactus de montaña; era aridez y fuego; nunca se refrescaba.
Piedra y cielo tenía a pies y a espadas y no bajaba nunca a buscar «ojos de agua».
Donde hacía su siesta, las hierbas se enroscaban de aliento de su boca y brasa de su cara.
En rápidas resinas se endurecía su habla, por no caer en linda presa soltada.
Doblarse no sabía la planta de montaña, y al costado de ella, yo me doblaba...
La dejé que muriese, robándole mi entraña. Se acabó como el águila que no es alimentada.
Sosegó el aletazo, se dobló, lacia, y me cayó a la mano su pavesa acabada...
Por ella todavía me gimen sus hermanas, y las gredas de fuego al pasar me desgarran.
Cruzando yo les digo: ?Buscad por las quebradas y haced con las arcillas otra águila abrasada.
Si no podéis, entonces, ¡ay!, olvidadla. Yo la maté. ¡Vosotras también matadla!
Gabriela Mistral
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