Vientos del pueblo
Vientos del pueblo me llevan, vientos del pueblo me arrastran, me esparcen el corazón y me aventan la garganta.
Los bueyes doblan la frente, impotentemente mansa, delante de los castigos: los leones la levantan y al mismo tiempo castigan con su clamorosa zarpa.
No soy un de pueblo de bueyes, que soy de un pueblo que embargan yacimientos de leones, desfiladeros de águilas y cordilleras de toros con el orgullo en el asta. Nunca medraron los bueyes en los páramos de España.
¿Quién habló de echar un yugo sobre el cuello de esta raza? ¿Quién ha puesto al huracán jamás ni yugos ni trabas, ni quién al rayo detuvo prisionero en una jaula?
Asturianos de braveza, vascos de piedra blindada, valencianos de alegría y castellanos de alma, labrados como la tierra y airosos como las alas; andaluces de relámpagos, nacidos entre guitarras y forjados en los yunques torrenciales de las lágrimas; extremeños de centeno, gallegos de lluvia y calma, catalanes de firmeza, aragoneses de casta, murcianos de dinamita frutalmente propagada, leoneses, navarros, dueños del hambre, el sudor y el hacha, reyes de la minería, señores de la labranza, hombres que entre las raíces, como raíces gallardas, vais de la vida a la muerte, vais de la nada a la nada: yugos os quieren poner gentes de la hierba mala, yugos que habéis de dejar rotos sobre sus espaldas.
Crepúsculo de los bueyes está despuntando el alba.
Los bueyes mueren vestidos de humildad y olor de cuadra; las águilas, los leones y los toros de arrogancia, y detrás de ellos, el cielo ni se enturbia ni se acaba. La agonía de los bueyes tiene pequeña la cara, la del animal varón toda la creación agranda.
Si me muero, que me muera con la cabeza muy alta. Muerto y veinte veces muerto, la boca contra la grama, tendré apretados los dientes y decidida la barba.
Cantando espero a la muerte, que hay ruiseñores que cantan encima de los fusiles y en medio de las batallas.
Miguel Hernández
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