2017 ha sido un año tan raro, que mi primer deseo para el que empieza les va a parecer más extraño todavía. Ojalá 2018 sea un año normal para todos nosotros. Ojalá llueva más, y las estaciones se parezcan, siquiera aproximadamente, a las que nos enseñaron cuando íbamos al colegio. Ojalá brote alguna ilusión colectiva, aunque sea pequeña, incluso efímera, que nos ayude a mirar hacia delante. Ojalá desaparezcan de los balcones todas esas banderas que en los últimos doce meses han tapado los problemas y el sufrimiento de tanta gente. Ojalá los banqueros ganen menos y las camareras de piso de los hoteles cobren un salario digno, ojalá los repartidores de comida dejen de ser autónomos y los crímenes machistas, la violaciones, las vejaciones, la discriminación de las mujeres empiece a retroceder. Ojalá la política deje de ser un sinónimo de corrupción, de chanchullo, de negocio de amiguetes. Ojalá España vuelva a ser un país donde podamos vivir, y no la pulserita de los fachas, ni una cuerda de la que tiran todos a la vez para demostrar quién es más fuerte. Ojalá desaparezcan todas esas señales que parecen abocar al mundo entero a un nuevo y global totalitarismo. Digo todo esto como lo hizo una vez Ángel González, sin esperanza, pero con convencimiento. Y si mi convicción fracasa, si volvemos a vivir un año raro, en un país raro, en un mundo más raro todavía, ojalá sean ustedes felices, y todos los niños nazcan sanos, y los estudiantes aprueben en junio, y los novios se casen por amor, y los ancianos mueran en paz. Ojalá.
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