Érase una vez un ser cuyo corazón era una roca áspera y fría. En vez de sangre, por sus arterias corría veneno;
en su cuerpo no había agua, había petróleo, su mente estaba hecha de maleza
y ortiga negra y sus conexiones cerebrales estaban cargadas con pentolita.
Este personaje al que llamaremos Capataz había nacido en una población muy bella pero manchada con sus actos de maldad,
odiado por unos, amado por otros. Capataz tuvo algunos de los cargos más importantes durante su vida, mientras que iba
ascendiendo más muertes se sumaban a su paso y más oscuro se tornaba su caminar.
Podríamos decir que desde que Capataz se sentó en el trono de su bella parcela, sus ojos de negros pasaron a rojos
y se encegueció tanto que para él la vida era una moneda de cambio que podía canjear en las calles por más poder.
Con muchas vidas y algo de dinero pudo llenar su finca de burros, buitres, lagartos, ratas y arpías, sus animales favoritos.
Cometió gran cantidad de barbaries, en nombre suyo manchó las manos de otros con sangre de inocentes, hizo que
muchos seres del gran territorio lo alabaran y lo convirtieran en un dios, pues Capataz, un lobo con piel de oveja,
sabía muy bien el arte de la manipulación, persuadió a sus animales para ir en busca de otras
tierras y en busca de otros animales, algunos que adoctrinar y otros a los cuales matar.
En todo caso, cuando Capataz sentía perdido territorio o sentía debilitado su poder se inventaba miles de formas para
asustar a otros animales. Con su mente llena de ortiga y maleza creaba monstruos que amenazaban la vida y la integridad
de los demás; con su sangre repleta de veneno, los llenaba de miedo y confusión; con su corazón frío y áspero hacía surgir
el dolor y la paranoia, camuflaba realidades mientras destruía nidos y enviaba
lobos para que encerraran rebaños mientras se comían a sus ovejas.
Posteriormente, Capataz enviaba a sus miserables bestias a convencer al resto de pobladores de que él era la solución
de sus problemas de seguridad, mostrándose bondadoso con quienes empezaban a creer en él como su protector y salvador.
Así pasaron muchos años, llegó otro encargado que inicialmente hizo parte de las filas de Capataz pero que finalmente
intentó despojarlo. Se retiró de sus filas y comenzó su propia forma de administrar la gran parcela no de la mejor forma,
claro está, pero como quiera que haya sido intentó poner algo de fin a uno de los tantos problemas que afectaba a la población,
con algo extraño que se llamaba paz, con lo que se logró desintegrar el grupo de las alimañas,
un sector que también atacaba ovejas y rebaños, pero esa es otra historia.
Sin embargo, Capataz se negaba a desaparecer y cuando llegó un nuevo relevo de poder se encontró a un pequeño
cerdito que impulsó como su “elegido”, pero en realidad era su nueva máscara y su nuevo escudo para
seguir sentado en el gran trono de esta gran parcela que llamamos la más feliz del mundo.
A pesar de que muchos seres empezaban a sospechar de su supuesta bondad y descubrieron muchos de sus actos oscuros,
Capataz logró que miles de animalitos lo defendieran a capa y espada, entre ellos, muchas palomas, no de las que gritan,
sino de las que llevan infecciones a las ciudades y otras poblaciones, y también muchos polluelos que se convertían
en gallitos finos y lo seguían como si fuera mamá gallina. De tal modo que como por arte de magia, sus oponentes
iban siendo acallados uno a uno, desaparecían y con ellos también desaparecía toda posibilidad de acabar con la maldad de Capataz.
Cuando el pequeño cerdito llegó al poder, todos los animales y demás seres de este gran territorio se dividían cada vez más.
De un lado estaban los que vivían en el sector derecho y de otro estaban los del sector izquierdo, en medio quedaban
ovejas inocentes y otras desubicadas que no sabía hacia qué lado pastar. Muchas ovejas sabían quién
estaba detrás del pequeño cerdito y otras ovejas sólo querían que su “Capataz” volviera a reinar.
Miles de perros ovejeros fueron asesinados desde que cerdito llegó a ser “suplente” de Capataz. Cada día aparecían
sin vida en las esquinas donde emprendieron su lucha en defensa de sus ovejas,
pero a muchos seres de esta gran parcela, poco les importaba.
Un día de la nada y sin razón alguna, un rebaño de la gran finca explotó. Capataz utilizó una de sus ratas para
hacerle creer a los demás animales que un viejo enemigo había renacido y así de nuevo instaurar su
discurso de la “seguridad”, infundiendo miedo y generando nuevamente odios y dolor en los animales.
Pero los animales de esta gran parcela tenían reacciones desconocidas, unos le seguían creyendo a Capataz,
otros se alegraban de lo que pasaba y otros tantos resultaban indiferentes. Todos seguían cayendo
en el juego de Capataz, nunca aprendieron de las viejas historias, nunca aprendieron de las lecciones que dejó la guerra.
Los animales de la derecha celebran las muertes de la izquierda y los animales de la izquierda celebran la
muerte de los de la derecha. Esta población nunca ha salido de la guerra bipartidista, pequeños animales
que empuñan la espada en contra de los otros que piensan y ven diferente
mientras que el verdadero enemigo avanza en su estrategia política “divide y reinarás”.
Como si la vida no valiera, como si la muerte no fuera muerte, los animales de esta población se acostumbraron
a la visita de la muerte, ya la reciben como se recibe la correspondencia, mientras que
Capataz disfruta viendo arder la gran finca. La historia se sigue escribiendo y nada ha cambiado.
Dolor es dolor, muerte es muerte, independientemente de su color, pero los pequeños seres de este
territorio no lo entienden, participan de una competencia malsana para ver quién es el que odia más.
Ya qué nos queda, sino nosotros mismos, ¿vamos seguir señalando desde la comodidad de la ciudad,
detrás de nuestros celulares o vamos a transformar nuestros escenarios cotidianos de guerra, donde nos
tratamos con etiquetas e imponemos posiciones absolutistas y dogmáticas? Esperemos desde el ataúd a
que el cambio llegue de arriba mientras que seguimos agarrados entre nosotros mismos apostándole a
una paz hipócrita que no ha querido tomar la vía de la reconciliación,
porque quien no le conmueve la muerte, lo mueve la guerra.
Fuente
Las2orillas.co