Siempre mirar hacia el pasado exige un ejercicio imaginativo e intelectual del cual es imposible escapar. Primero, porque pensar en cómo fue un hecho que ocurrió hace miles de años es engorroso; y segundo, porque al consultar las fuentes estas no siempre cumplen con el requisito de la validación y exactitud de los hechos. Sobre todo, cuando se trata de una persona como Pablo de Tarso «el Apóstol de los gentiles», cuyos inicios se remontan hacia el siglo I, aproximadamente año 30 d. C. Durante un tiempo, había perseguido a la Iglesia naciente y su antagonismo con los cristianos quedaba como antecedente en los Hechos de los Apóstoles y en sus cartas(1).
Sin duda, que la figura de Pablo es un ícono a la hora de testimoniar una auténtica conversión y así lo confirman algunos autores, como san Juan Crisóstomo, exaltándolo por sobre los ángeles y arcángeles(2), o también el propio Dante Alighieri, que inspirado por el relato de los Hechos de los Apóstoles (Hech 9, 15) lo califica como vaso de elección(2): «instrumento escogido por Dios». Su discurso siempre fue este e insistió en el hecho de ser un fidedigno Apóstol desde que tuviera su experiencia con el Resucitado. Así es como ese hecho tan maravilloso le cambió la vida y se constituyó en una transformación real, espontánea, sincera pero no mágica, etérea ni inmediata. A veces tenemos la impresión de que los santos, por ser catalogados como tales, no pasaron por el crisol de la purificación o que su cambio de vida no les costó sudor y sangre. Se equivoca todo aquel que mira la santidad como algo predestinado para los héroes o privilegiados; al contrario, es un desafío que propone Dios y es un reto para los que se la juegan, con coraje, y se toman en serio el ser verdaderos hombres y mujeres e hijos de Dios.
Para la Iglesia de los primeros siglos, el bautismo se llamaba también «iluminación», porque este sacramento de la luz hacía ver nuevas todas las cosas, sobre todo desde la perspectiva de la fe. En ese sentido, para Pablo el encuentro con el Señor resucitado, según los Hechos de los Apóstoles(4), le significó quedar ciego, perdiendo la noción de todo su entorno, pero también interiormente: la luz que es Cristo aún no calaba hondo en su corazón. Sin embargo, es su «sí» el que a la posteridad le abre la puerta definitiva a Cristo. En el fondo, ese será su bautismo… una nueva vida. Lástima que esa ilusión de una «nueva vida» a la que se abría Pablo no sea admirada en nuestro tiempo o anhelada por todo el mundo cristiano que dice ser discípulo de Jesús. Es cierto que la Iglesia, como institución, sigue purgando sus errores y pecados. Basta darse una vuelta por las parroquias, en domingo para constatar cómo han bajado la asistencia de los feligreses y la participación desinteresada de aquellos discípulos fieles que se la jugaban por su comunidad. Es triste percatarse hoy de que, si no es por la asistencia de algunas mujeres en forma comprometida, simplemente, algunas comunidades morirían.