A un visitante asombrado por la cifra, la diversidad y la belleza de los gatos que veía merodeando libremente, como dueños, en espacios públicos de Roma, alguien que conoce bien la ciudad le dio una explicación curiosa: esos animales gozan allí de un prestigio que les viene de los tiempos en que fueron importantes como extintores de ratas, trasmisoras de la peste bubónica, que generaba muchas de las tantas epidemias sufridas en el mundo, y concretamente en la tierra de Giovanni Boccaccio y su Decamerón, testimonio de una de ellas.
Hoy, pese a los grandes recursos que, teóricamente al menos, pudieron haberla frenado, aterra la rapidez con que se propaga la pandemia del nuevo coronavirus. Tanta tecnología en general, y específicamente en la esfera de la salud —ciencias médicas, industria farmacéutica, grandes centros asistenciales, instrumentos sofisticados y la informática al servicio de la medicina—, ofrecen condiciones incomparablemente mejores para enfrentar plagas que en aquellos tiempos en que los gatos podían ser de especial utilidad, según la explicación citada al inicio, ya sea dato fundado, conjetura o buen ejercicio de imaginación.
Pero ahora hay otros felinos al acecho, mucho más depredadores, aunque no están puestos precisamente para devorar ratas, con las que más bien pudieran compararse: los intereses mercantiles del capitalismo. Ese sistema pone las ganancias y el enriquecimiento de unos pocos por encima del bien básico de las mayorías, las que solo le interesan para explotarlas como instrumentos de labor parlantes en nuevas condiciones de esclavitud, o ni siquiera tan nuevas.
No es necesario reducir el pensamiento a las sospechas —tentadoras y con asideros: ¿qué limpieza esperar de la conducta imperialista?—, de que el nuevo coronavirus puede haber sido un engendro de laboratorio, y que su manejo se les fue de las manos a quienes quisieron jugar a ser, no Dios, sino Diablo. La realidad confirma el papel determinante de los negocios en las dimensiones alcanzadas por una pandemia que crece, y cuyo cese no se prevé a corto plazo.
En lugar de unir fuerzas y buena voluntad para ponerle fin rápidamente, los más poderosos dueños del sistema capitalista miraron cómo podrían sacar beneficios de una plaga que se dio como surgida en China, hecho sujeto a debates, matizaciones, dudas. Buscaron aprovechar aviesamente la enfermedad que cunde, como han hecho con tantos otros acontecimientos, incluido el no menos que enigmático derribo de las Torres Gemelas.
En vez de tomar medidas para que el mal no se extendiera, ocultaron las proporciones del peligro, con el fin de impedir o minimizar los riesgos que correrían sus negocios comerciales, bursátiles, turísticos, productivos y de cualquier otra índole. En crónica fechada en Nueva York en agosto de 1885 y publicada en La Nación bonaerense el 4 de octubre siguiente, José Martí condenó la terrible realidad que veía en los Estados Unidos. Observando uno de los sectores emblemáticos de aquella sociedad, y anticipando lo que allí y en otros sitios regidos a su semejanza ocurre hoy, escribió: “¡En cuerda pública, descalzos y con la cabeza mondada, debían ser paseados por las calles esos malvados que amasan su fortuna con las preocupaciones y los odios de los pueblos!”, para concluir: “¡Banqueros no: bandidos!”.
El egoísmo de los nuevos felinos —con menos alma que sus congéneres cuadrúpedos— pone en riesgo no solo a otros países, sino incluso a los suyos propios, y confirma que el capitalismo no tiene patria, sino propiedades, incluidas sus cuentas bancarias. Si el gobierno de los Estados Unidos hubiera tomado las debidas precauciones, es probable que hoy ese país no estuviera en la cima estadística de los infectados, camino que lo lleva a ocupar el epicentro de la pandemia.
Para librarse de eso habría tenido que propiciar servicios de salud pública opuestos a los intereses de quienes medran cobrando la atención médica y los medicamentos a precios muy superiores a su costo de producción. Pero, lejos de tomar el camino correcto, el césar magnate refuerza bloqueos y sanciones inmorales e injustificadas contra pueblos que sufren, además, la epidemia. Ahora, al estilo de la brutal conquista del Oeste —una de las acciones criminales con que se formó su país—, pone precio a las cabezas de dirigentes bolivarianos. Eso lo retrata.
En la nación cesárea se pusieron precios exorbitantes a las pruebas iniciales para la detección del coronavirus, y cuando se le hizo ostensible el peligro de perder la reelección, el emperador propició que se hablara de gratuidad. Pero, que se sepa, no lo hizo con respecto a los otros pasos de exámenes y tratamientos que serán prohibitivos para los más pobres. Lo han señalado economistas y otros profesionales de buena sangre, incluso en los propios Estados Unidos.
Las burdas groserías de Donald Trump y de su imitador Jair Bolsonaro —ambos con declaraciones que darían risa si no fuera por lo que representan de peligro y maldad para sus pueblos, o para el mundo— no son desplantes aislados ni recursos de mal teatro cómico. Tampoco lo es la barrabasada del vicegobernador de Texas, Daniel Patrick, al proponer que los ancianos mueran para salvar la economía. Tal propuesta es una visible representación del cinismo, el pragmatismo y el maltusianismo del sistema capitalista, aberraciones criminales que Trump ilustra en los Estados Unidos y Bolsonaro en Brasil.
Ya ningún país está exento de padecer la pandemia, y muchos son los que la sufren. Pero, para quien quiera ver en el fondo de las cosas, no pasarán inadvertidas las diferencias entre el comportamiento de aquellos gobiernos —no son los únicos— y los pasos que da Cuba para bien no solo de su pueblo, sino también de otros. Lo que ella hace en el terreno de la salud no es un elemento aislado dentro de su realidad orgánica, sino expresión de su afán socialista, que sitúa al ser humano en el centro rector del funcionamiento económico y social, no a los negocios y las riquezas egoístamente disfrutadas.
Si Cuba dependiera de un sistema de salud privado —o privatizado a última hora, como aún reclaman los trasnochados voceros de un neoliberalismo que fracasó desde sus orígenes— no podría hacer lo que hace, que ahora mismo incluye atención gratuita a los enfermos del coronavirus que se encuentran en su territorio, sean nacionales o de otros países. Y lo hace sin tratar a nadie, tenga la edad que tenga, como si fuera un trasto desechable, lo que distintas voces denuncian que ocurre en países que se autoproclaman civilizados y democráticos, y son capitalistas.
Sin el sistema social que tiene, ni remotamente habría conseguido Cuba, en medio del bloqueo que durante seis décadas le han impuesto los potentes Estados Unidos, lo que ha logrado en su brega revolucionaria: dígase formar los profesionales y técnicos de la salud con los que cuenta, desarrollar la industria farmacéutica que le permite producir vacunas —como la destinada a curar tipos de cáncer pulmonar— y medicamentos para enfrentar enfermedades graves. Entre ellas cuenta la COVID-19, contra la cual está surtiendo un efecto beneficioso reconocido el Interferón. Cuba no lo ha anunciado como vacuna —versión lanzada por algunas voces que intentan desacreditarla—, sino como el valioso paliativo que es.
Si Cuba no tuviera el sistema de salud que en el mundo reconocen y admiran quienes quieren y saben ver, quién sabe el nivel del desastre que hoy estaría causando en ella la pandemia. Basta ver el que sufren otros países, algunos de los cuales —como la maltrecha Italia— le han solicitado colaboración. Es una de las numerosas naciones a las cuales lleva Cuba su apoyo médico. Frente a eso, no es de extrañar que el inhumano gobierno de los Estados Unidos y sus cómplices procuren seguir desprestigiándola, inmoral campaña a la que se han sumado gobiernos impresentables, como el que actualmente sufre Brasil.
El propósito de tanto odio, de tanta maldad, es, en primer lugar, denigrar el afán socialista. Las maniobras y calumnias van no solo contra lo que intente ser socialismo de verdad: se lanzan incluso contra alguien que —aceptemos que lo hace con las mejores intenciones del mundo— se identifica como socialista, aunque no sea más que un socialdemócrata interesado en alargarle la vida al imperio, y ve esfumarse sus esperanzas electorales en una nación dominada por lo más feroz y retrógrado de su sistema, el mismo que él personifica y defiende. Podría compararse con el pérfido y manipulador Barack Obama, a quien algunos siguen rindiendo pleitesía.
La campaña desplegada para infamar a Cuba tiene entre sus fines dejar a este país sin fuentes de ingresos, para paralizarlo y borrar su ejemplo de resistencia y triunfos. Y eso no ocurre en condiciones normales, sino en medio de un bloqueo con el cual durante seis décadas el imperio se ha empeñado en asfixiar al país antillano por hambre y penurias. Otro tanto sucede con las campañas contra la Venezuela bolivariana, a la cual los Estados Unidos, con ayuda de cómplices, le intentan arrebatar sus recursos naturales, le roban efectivos, le imponen sanciones que son de hecho otro bloqueo genocida, y luego la acusan de ineficiente porque le faltan medios para mantener un funcionamiento cotidiano normal. Si alguien quiere un rotundo ejemplo de cinismo, ahí lo tiene.
Lo que hoy haya de crisis sanitaria en el mundo —quien esto escribe no será ni de lejos el primero en decirlo— es, sobre todo, la expresión de una crisis política, económica, cultural, social, humana, que sistémicamente caracteriza al capitalismo y se intensifica en su fase última, la imperialista. Esa fase puede durar más o menos tiempo, y hasta pudiera verse interrumpida por la destrucción del mundo como consecuencia de los efectos del propio sistema en decadencia; pero difícilmente haya manera de ponerle freno.
Mientras la humanidad no consiga construir modos de vida y pensamiento opuestos de raíz al capitalismo, se verá cómo las actitudes egoístas, las ambiciones, la búsqueda de ganancias a toda costa, seguirán imponiendo tragedias que incluyen guerras, saqueos, barbaries de toda índole. En esa realidad, minada por enfermedades más perdurables que la COVID-19, continuarán dándose crisis que podrán calificarse de sanitarias, pero van mucho más allá de lo que técnicamente cabría considerar salud en el planeta.