Hay un tiempo en que el tiempo no tiene edad. Lo que cuenta son las lunas, los búzios y las mareas. Nada más. Todos los lugares nos son familiares, todas las casas nos franquean la entrada, todas las mesas mitigan nuestro hambre y nuestra sede. Es como si el mundo
fuera nuestro y el miedo y la muerte no pasaran de ficciones benévolas en los libros del adormecer tardío. Hay una edad en que el tiempo no tiene edad. Es la edad en que cada palabra es una revelación, un milagro de sonido, en que cada sonrisa es una bendición y cada caricia un descubrimiento. Y sin embargo esa edad se desvanece como la arena empujada por el viento y de ella nos queda sólo el recuerdo
de un perfume o del rumor de una voz. Es de esto que se alimenta la poesía, de esta memoria objetiva y breve que parece venir de la tierra cuando viene del mar, que parece venir del cielo cuando es del cuerpo que se yergue. Nunca las nforas sirvieron para guardar las lágrimas, ni los dedos para contar los días. Hay otra edad, más próxima del fin, en que todo vuelve de súbito a tener valor.