LAS UVAS DEL TIEMPO
Madre: esta noche se nos muere un año. En esta ciudad grande, todos están de fiesta; zambombas, serenatas, gritos, ¡ah, cómo gritan!; claro, como todos tienen su madre cerca... ¡Yo estoy tan solo, madre, tan solo!; pero miento, que ojalá lo estuviera; estoy con tu recuerdo, y el recuerdo es un año pasado que se queda. Si vieras, si escucharas esta alboroto: hay hombres vestidos de locura, con cacerolas viejas, tambores de sartenes, cencerros y cornetas; el hálito canalla de las mujers ebrias; el diablo, con diez latas prendidas en el rabo, anda por esas calles inventando piruetas, y por esta balumba en que da brincos la gran ciudad histérica, mi soledad y tu recuerdo, madre, marchan como dos penas.
Esta es la noche en que todos se ponen en los ojos la venda, para olvidar que hay alguien cerrando un libro, para no ver la periódica liquidación de cuentas, donde van las partidas al Haber de la Muerte, por lo que viene y por lo que se queda, porque no lo sufrimos se ha perdido y lo gozado ayer es una perdida.
Aquí es de la tradición que en esta noche, cuando el reloj anuncia que el Año Nuevo llega, todos los hombres coman, al compas de las horas, las doce uvas de la Noche Vieja. Pero aquí no se abrazan ni gritan: ¡FELIZ AÑO!, como en los pueblos de mi tierra; en este gozo hay menos caridad; la alegría de cada cual va sola, y la tristeza del que está al margen del tumulto acusa lo inevitable de la casa ajena.
¡Oh nuestras plazas, donde van las gentes, sin conocerse, con la buena nueva! Las manos que se buscan con la efusión unánime de ser hormigas de la misma cueva; y al hombre que está solo, bajo un árbol, le dicen cosas de honda fortaleza: «¡Venid compadre, que las horas pasan; pero aprendamos a pasar con ellas!» Y el cañonazo en la Planicie, y el himno nacional desde la iglesia, y el amigo que viene a saludarnos: «feliz año, señores», y los criados que llegan a recibir en nuestros brazos el amor de la casa buena.
Y el beso familiar a medianoche: «La bendición, mi madre» «Que el Señor la proteja...» Y después, en el claro comedor, la familia congregada para la cena, con dos amigos íntimos, y tú, madre, a mi lado, y mi padre, algo triste, presidiendo la mesa. ¡Madre, cómo son ácidas las uvas de la ausencia!
¡Mi casona oriental! Aquella casa con claustros coloniales, portón y enredaderas, el molino de viento y los granados, los grandes libros de la biblioteca —mis libros preferidos: tres tomos con imágenes que hablaban de los reinos de la Naturaleza—. Al lado, el gran corral, donde parece que hay dinero enterrado desde la Independencia; el corral con guayabos y almendros, el corral con peonías y cerezas y el gran parral que daba todo el año uvas más dulces que la miel de las abejas.
Bajo el parral hay un estanque; un baño en ese estanque sabe a Grecia; del verde artesonado, las uvas en racimos, tan bajas, que del agua se podría cogerlas, y mientras en los labios se desangra la uva, los pies hacen saltar el agua fresca.
Cuando llegaba la sazón tenía cada racimo un capuchón de tela, para salvarlo de la gula de las avispas negras, y tenían entonces una gracia invernal las uvas nuestras, arrebujadas en sus talas blancas, sordas a la canción de las abejas...
Y ahora, madre, que tan sólo tengo las doce uvas de la Noche Vieja, hoy que exprimo las uvas de los meses sobre el recuerdo de la viña seca, siento que toda la acidez del mundo se está metiendo en ella, porque tienen el ácido de lo que fue dulzura las uvas de la ausencia.
Y ahora me pregunto: ¿Por qué razón estoy yo aquí? ¿Qué fuerza pudo más que tu amor, que me llevaba a la dulce aninomia de tu puerta? ¡Oh miserable vara que nos mides! ¡El Renombre, la Gloria..., pobre cosa pequeña! ¡Cuando dejé mi casa para buscar la Gloria, cómo olvidé la Gloria que me dejaba en ella!
Y esta es la lucha ante los hombres malos y ante las almas buenas; yo soy un hombre a solas en busca de un camino. ¿Dónde hallaré camino mejor que la vereda que a ti me lleva, madre; la verdad que corta por los campos frutales, pintada de hojas secas, siempre recién llovida, con pájaros del trópico, con muchachas de la aldea, hombres que dicen: «Buenos días, niño», y el queso que me guardas siempre para merienda? Esa es la Gloria, madre, para un hombre que se llamó fray Luis y era poeta.
¡Oh mi casa sin cítricos, mi casa donde puede mi poesía andar como una reina! ¿Qué sabes tú de formas y doctrinas, de metros y de escuela? Tú eres mi madre, que me dices siempre que son hermosos todos mis poemas; para ti, soy grande; cuando dices mis versos, yo no sé si los dices o los rezas... ¡Y mientras exprimimos en las uvas del Tiempo toda una vida absurda, la promesa de vernos otra vez se va alargando, y el momento de irnos está cerca, y no pensamos que se pierde todo! ¡Por eso en esta noche, mientras pasa la fiesta y en la última uva libo la última gota del año que se aleja, pienso en que tienes todavía, madre, retazos de carbón en la cabeza, y ojos tan bellos que por mí regaron su clara pleamar en tus ojeras, y manos pulcras, y esbeltez de talle, donde hay la gracia de la espiga nueva; que eres hermosa, madre, todavía, y yo estoy loco por estar de vuelta, porque tú eres la Gloria de mis años y no quiero volver cuando estés vieja!...
Uvas del Tiempo que mi ser escancia en el recuerdo de la viña seca, ¡cómo me pierdo, madre, en los caminos hacia la devoción de tu vereda! Y en esta algarabía de la ciudad borracha, donde va mi emoción sin compañera, mientras los hombres comen las uvas de los meses, yo me acojo al recuerdo como un niño a una puerta. Mi labio está bebiendo de tu seno, que es el racimo de la parra buena, el buen racimo que exprimí en el día sin hora y sin reloj de mi inconsciencia.
Madre, esta noche se nos muere un año; todos estos señores tienen su madre cerca, y al lado mío mi tristeza muda tiene el dolor de una muchacha muerta... Y vino toda la acidez del mundo a destilar sus doce gotas trémulas, cuando cayeron sobre mi silencio las doce uvas de la Noche Vieja.
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