En un pueblecito cerca de H... (Huete), que se llamaba C… (Cañaveruelas - Waves in the Sea of Cane), vivía un niño pequeñito en una plaza en el centro del pueblo que se llamaba el C… (El Coso)
En el Coso había una casa donde vivía el niño pequeñito con su familia: su papá, su mamá y sus seis hermanitos, tres hermanitos y tres hermanitas.
En la misma casa también vivían otros animales. En una cuadra vivía la jica, una borrica muy buena, muy fuerte y muy trabajadora; y en otra cuadra dos cabras que daban leche para el desayuno de todos los hermanitos.
Al niño le encantaba la borrica, tanto le gustaba la jica que una de las primeras palabras que aprendió a decir era jica, jica.
Igualmente, en la casa había una gata que se llamaba la Gata y se encargaba de que no hubiera demasiados ratones, porque se podrían comer la comida de la despensa. La gata era un animal muy juguetón, siempre que pasaba al lado del niño le empujaba con su tripa y le tiraba al suelo.
Además, la casa tenía un corral en la parte de atrás donde había un pequeño gallinero para las gallinas, que entre otras cosas ponían huevos, y los huevos fritos estaban muy buenos. Justo debajo del gallinero estaba la pocilga, una habitación muy, muy pequeña donde vivía un cerdito que estaba muy gordito.
El niño pequeño tenía menos de dos años, agarrándose con las manos a la mesa de la cocina, donde comían y cenaban, y poniéndose de puntillas no llegaba a ver lo que había encima de la mesa; al niño no le gustaba no saber lo que había allí y que todos los demás si lo supieran.
El niño estaba muy contento de vivir en la casa del Coso con su familia y tantos animales, pensaba que era una gran suerte haber nacido humano en lugar de borrica, gata, cabra, gallina, cerdo, ratoncito o, ¿por qué no? hormiga.
Tenía ganas de saber lo que había encima de la mesa sin necesidad de que alguien le cogiese en brazos; de poder coger la jarra de agua sin tener que esperar a que se la dieran cuando tenía sed; y tenía ganas de poder evitar que la gata, rozándole con su tripa al pasar a su lado, acabara siempre tirándolo al suelo.
No se hacía daño al caer al suelo, pero aunque al principio pensaba que eran pequeños accidentes, luego se dio cuenta de que, más que accidentes, era un poco como si la gata dijera yo soy más fuerte y aquí mando yo.
Otra cosa que le gustaba mucho era mirar la lumbre. En el suelo de la cocina había una base de metal pegada a la pared, justo debajo de la chimenea, donde su mamá cocinaba la comida en sartenes y pucheros con el calor del fuego de leña. Los continuos cambios de forma y color de las llamas y las ascuas eran fascinantes y trozos enormes de madera acaban reducidos a pequeños montoncitos de cenizas.
El niño era muy feliz, y todos eran muy buenos, su papá, su mamá y sus seis hermanitos. Con tantos hermanitos estaba siempre jugando. Cuando alguna persona le preguntaba a quién quería más, a la jica o a su papá, siempre contestaba que a la jica, porque pensaba que la jica necesitaba más amor y que estaba más sola.
Cada día que pasaba, el niño estaba más y más cerca de ver lo que había encima de la mesa, hasta que, por fin, un día lo consiguió. Entonces pensó que su siguiente objetivo sería evitar que la gata le tirara al suelo.
Ya sabía que no eran accidentes y que lo solía tirar cuando él estaba por el medio de la cocina. Así que tenía que vigilar más en esos momentos, porque la gata normalmente le pillaba desprevenido, era una golfilla. Poco a poco empezó a poder rodear la tripa de la gata con las dos manos antes de caerse al suelo.
Era como una lucha de gigantes, una lucha muy divertida con su amiga la gata. Cuando estaban comiendo, el niño le echaba migas o trocitos de pan porque la gata estaba siempre merodeando por las patas de la mesa de la cocina.
Pasaron días y días, semanas y semanas, seguramente meses y meses, aunque el niño no sabía muy bien todavía qué era un mes, hasta que por fin las fuerzas se equilibraron. Durante un periodo de tiempo ni muy largo ni muy corto, cuando se cruzaban el niño y la gata, en el medio de la cocina o en otros sitios de la casa, no sabían si el niño iba a ir a parar al suelo o iba a sujetar a la gata sin caerse.
Al final, la gata empezó a rehuir la lucha, el niño había crecido, estaba orgulloso pero, al mismo tiempo, sabía que siempre echaría de menos el suave roce de la gata derribándole al suelo.
No obstante, de vez en cuando la gata rozaba al niño, pero como muestra de cariño y sin intención de tirarlo.
Y todos fueron felices, comieron perdices
y colorín, colorado, este cuento se ha acabado,
Y ahora...
¡A DORMIR !