Inclinado en sí mismo, sentado en su pequeña banqueta, aquella figura diminuta formaba parte de la decoración del local.
Cada mañana me ofrecía una sonrisa de boca pequeña, ojos chispeantes y puro grandísimo que fumaba sin parar.
Tenía la habilidad de mantener una conversación con el habano entre los labios mientras devolvía el brillo a los zapatos de la elegante clientela de la cafetería.
Hablaba sin parar, contándonos, si mostrabas un poco de interés, las mil historias de una vida de soledad y abandono, de su niñez en el orfanato, de su analfabetismo.
Una vida que muchos calificarían de triste y que él la vivió intensamente, siempre alegre, persiguiendo una ilusión, un sueño, por insignificante que este pudiera ser él luchaba por conseguirlo. Como el último que compartió conmigo un año antes de su muerte:
- Me voy a Turquía, me dijo sonriente una mañana entre sorbos de café. Quiero comprar una caja de limpiabotas con cajoncitos para guardar el betún; que sea de madera oscura con ribetes de metal dorado, describió.
- ¿No puedes comprarla aquí? Es un viaje largo, no entiendes el idioma y vas a ir solo. Ten cuidado, le advertí preocupada a la mañana siguiente mientras le entregaba un cartel con su nombre y dirección del hotel en Estambul, escrito en las cuatro lenguas europeas que conozco, con la idea de que podría serle útil en el caso de que se perdiera en el gigantesco Gran Bazar.
Aquella semana de otoño, durante la estancia en Estambul de mi amigo, el país incluida esta ciudad, sufrió una serie de terremotos, los más intensos padecidos en esa tierra, víctima habitual de los castigos de la naturaleza.
Por suerte volvió sano y salvo y me relató, con detalle, todo lo vivido durante esos días. - ¿Cómo te has arreglado?, le pregunté con curiosidad. - Con una sonrisa y una cara amable te entienden en cualquier parte del mundo, me contestó.