Ese mediodía soleado volvía de charlar con un amigo. Sus problemas económicos y financieros ocasionados por la situación de la Bolsa amargaban su vida y sus negocios. Y en el mismo centro de Buenos Aires, en el barrio de San Telmo, en la esquina de Belgrano y Perú, un hombre ciego se movía nerviosamente, con rostro preocupado, ansioso. Me acerqué y le pregunté:
-¿Qué necesita? -Espero a una chica y no llega -respondió. -En esta esquina no hay ninguna mujer esperando -le tranquilicé. -Por favor, ¿me puede ayudar?...Ella vendrá en el autobús 86. Seguramente llegará en el próximo vehículo. ¿La puede esperar? Observé que se acercaba un autobús y lo animé contestándole que me ocuparía de averiguar si venía la joven. Al acercarme unos metros a la parada otra mujer, ciega, comenzó a pedir a viva voz que la ayudasen a subir al autobús 86. La tomé del brazo para acercarla al autobús, que ya estaba parando, mientras le preguntaba: -¿Espera a un amigo? -No sólo al 86 -me respondió. Mientras le ayudaba a subir al autobús observé que por la puerta delantera intentaba descender otra mujer ciega. La ayudé a bajar y le pregunté: -¿Espera a un muchacho? -Sí, en esta esquina, tengo una cita -me respondió inquieta. -Quédese tranquila, está aquí... la acercaré -le dije, mientras pensaba en este mediodía de ciegos que me había deparado el destino. Cuando la mujer llegó hasta su esperado amigo, extendió la mano y tomó su brazo. Sus rostros se iluminaron con una alegría interna, expansiva, indescriptible, y le dijo, desde su alma agradecida: -¿Cómo estás, mi amor? Y con esa falta de pudor propia de los ciegos se abrazaron con pasión sagrada, mientras me alejaba conmovido pensando en la opulencia que da el amor y la pobreza de los que sufren por los millones que los poseen a ellos.
En el centro de Buenos Aires, superpoblado de rostros tensos, una pareja sin mirada en los ojos impregnó mi vista, como si me dijesen: "No se puede andar una sola calle sin amor". |