HISTORIA REAL
Mi padre se llamaba Moisés. Era hijo de Miguel y de Lea. Fue hermano de Marcos y de Rubén. Fue el marido de Miriam. Fue el padre de Horacio y de mí. Era el abuelo de Iván y de Javier. Cuando murió, hace dos días, tenía 85 años.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero hacía el más sabroso café con leche que jamás probé. Nos los preparaba cada mañana a Horacio y a mí, cuando íbamos al colegio, y nos lo servía con unos enormes panes con manteca y dulce.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero pelaba las naranjas como nadie. Las dejaba sin un rastro de ollejo, brillosas, lisas, tentadoras. Yo no quería comer naranjas si no las pelaba él.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero llenó de libros nuestra casa de la infancia y los dejó absolutamente a nuestro alcance. Nunca dijo “ese libro no es para vos”. Y así aprendimos a amar la lectura desde chicos. Todavía hoy leo como entonces, como él. Con voracidad, con desorden, con placer. Mi casa está llena de libros, las bibliotecas son los muebles principales.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero a los 84 años aprendió a hacer señaladores de cuero, con sus dedos agarrotados, y me regaló uno, simple, bello y austero, con el que hoy guío mis lecturas.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero cuando yo tenía 10 años y Horacio 7 y vivíamos en La Banda, Santiago del Estero, compró entradas y un 9 de julio nos llevó a la cancha del Club Mitre a ver a River, que venía de gira. Seguimos el partido subidos a un sulky, porque no había lugar para nadie. Fue la primera vez que vi a River, y lo vi con Carrizo, con Lostau, con Labruna, con Pérez, con Pipo Rossi. Mi padre era hincha de Independiente, nosotros nos hicimos de River.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero nos llevaba cada domingo a la cancha a ver a Central Argentino, de La Banda, a pesar de que él era hincha del eterno rival, Sarmiento. Y hasta se alegraba con nosotros si ganaba Central.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero una tarde de mi adolescencia, en la trastienda de la farmacia que él y mi madre tenían en La Banda, me explicó cómo se hacían los chicos. Tartamudeaba y estaba rojo y sudoroso. Yo ya sabía, pero me fascinó su explicación.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero cuando hice mi viaje de egresado, en tren desde Santiago a Mendoza con mis compañeros del Colegio Nacional Absalón Rojas, me llamó aparte en el andén y me dio tres preservativos. “Tomá, por si los necesitás”, me dijo. Y otra vez estaba rojo y sudoroso.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero un día, cuando cumplí doce años, se apareció en casa con el curso de dibujo de Los Doce Famosos Artistas como regalo. Y yo, que amaba las historietas, tuve como profesores a Hugo Pratt, a Alberto Breccia y a otros así.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero cuando me acariciaba, y me acariciaba mucho, tenía las manos tibias; y cuando me besaba, y me besaba mucho, tenía los labios suaves y húmedos.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero un día, cuando un chico más grande que yo, uno de los pesados de la cuadra, me estaba dando una paliza en plena calle, él apareció de la nada y cagó a patadas en el culo a mi enemigo.
Mi padre no fue un gran hombre. No me enseñó a manejar, pero resultó lo bastante confiado como para dejar las llaves del auto a mi alcance, de manera que una siesta las agarré, subí al Fiat 1500 verde y debuté por mi cuenta paseando durante dos horas, maravillado de que semejante artefacto respondiera a mis movimientos. Cuando se lo conté, mi padre sonrió casi complacido, casi aliviado.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero venía a verme cuando yo jugaba al basquet en los infantiles y en los cadetes del Club Olímpico y, al principio, me llevaba a los entrenamientos, y a mi hermano también. Y aunque él era un patadura, yo, creo, jugaba para él, para que él me admirara.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero, aunque jamás aprendió a andar en bicicleta, me sostuvo en la mía y no me soltó hasta que pude mantener el equilibrio por mí mismo. Y yo sabía que no me iba a dejar caer.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero lagrimeaba de orgullo cuando nos presentaba a Horacio y a mí y decía “Estos son mis hijos”. Lo decía con el mismo énfasis cuando éramos chicos y cuando nos hicimos hombres.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero nadie sabía contar “El patito feo” como él. Y nadie tuvo su paciencia para narrármelo una y otra vez, siempre con el mismo entusiasmo, cada siesta y cada noche de mi niñez temprana, respetando mi necesidad de volver a oír mi cuento favorito.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero todavía a sus ochenta y pico era capaz de poner inyecciones como nadie, sin que sintieras ni el pinchazo ni el dolor. Muchas veces preferí inyecciones a otro remedio, porque sabía que estaba él para ponerlas.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero descubría siempre los mejores chocolates.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero hasta el último domingo de su vida leyó el diario de pe a pa y era un interlocutor informado y apasionado de los sucesos del mundo y de la vida.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero amaba el cine y las películas y nos enseñó a amarlas junto a él; nos llevaba a las matinés del cine Renzi y a los estrenos del Petit Palais, del Grand Splendid, del Select o del 25 de Mayo. Disfrutaba como un chico de las de cowboys y hacía el sacrificio de llevarnos cinco días seguidos a ver “La Cenicienta” o “Sansón y Dalila, con Víctor Mature y Hedy Lamar. Ahora, en sus últimos tiempos, seguía contando escena por escena, como un personaje de Manuel Puig, cada película que veía en el cable, y lloraba de emoción o de bronca, según fuera una escena de amor o de injusticia.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero era el mejor público para contarle un chiste. No había que hacer grandes esfuerzos narrativos, él se descomponía de risa por el sólo hecho de saber que era un chiste.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero cada vez que mi madre se lo pedía era el mejor ayudante de cocina. Nunca vi a nadie batir claras a nieve, como él. A mano.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero tenía la letra más bella y firme que yo conozca. Me fascinaba ver cuando escribía cartas, cuando firmaba boletines o cuando hacía los discursos que después leía en las reuniones de la colectividad judía santiagueña; yo observaba hipnotizado cómo iba surgiendo sobre el papel el dibujo de su caligrafía y cómo él mismo disfrutaba mientras su mano cobraba velocidad, calor e inspiración.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero me enseñó, con sus actos, que un hombre sí puede llorar. Él lloraba de emoción o de dolor.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero supo despedirse antes de partir. El domingo a las cinco de la mañana me desperté y no pude volver a dormir por un largo rato. Era una hora silenciosa y quieta. De marea en baja. Entonces supe que, en la sala de terapia intensiva del hospital, él estaba muriendo. Que me despertaba suavemente, como cuando en las mañanas frías del colegio se acercaba a mi cama, me tocaba suavemente el hombro y me decía, en un susurro, “Pichu...arriba”. Y que esta vez lo hacía para despedirse. En mi cama, en la oscuridad, no luché contra el insomnio, simplemente me despedí de él, le deseé buen viaje, le agradecí lo que tenía que agradecerle y le hice saber que, por mi parte, no había cuentas pendientes entre nosotros. Ninguna. Me dormí nuevamente a las siete y el teléfono sonó a las ocho para pedirnos que fuéramos con urgencia al hospital. Entonces le dije a Marilén: “Mi Viejo murió hoy a las cinco y media, es eso lo que nos van a informar”. Un par de horas después, nos entregaron un certificado de defunción que decía: “hora del fallecimiento: 5:30”.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero enfrentó a la muerte entero y vivo. Peleó con sabiduría, conocedor de que la batalla sería posible mientras hubiera equivalencia. Cuando sintió que ya estaba, que había hecho lo suyo, que las reglas de juego habían dejado de ser parejas, dijo basta. No lo dijo como un derrotado. Había comido una porción de las grandes (como a él le gustaban) de la vida; su último año y medio había sido de placer, de reivindicación y de buena vida. Entonces decidió que estaba a punto y murió. En su muerte, fue un modelo. Y no es poca cosa.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero murió como un señor. Sin degradarse, sin deterioro, sin corromperse, como una persona íntegra y consciente. No huyó, no tuvo miedo, llegó vivo a su muerte. Y cuando lo vimos, antes de ocupar su cajón, su rostro era plácido, pacífico, como quien sueña sueños íntimos y felices o como quien observa deslumbrado algo que lo hará feliz pero de lo que no quiere hablar. Era, en ese momento y en ese lugar, en la morgue del hospital, nada menos, un viejo hermoso y sereno. Así nos despidió. Soltándose, soltándonos.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero fue honesto.
Mi padre no fue un gran hombre. Pero fue amoroso.
Mi padre no fue un gran hombre. Y no importa. Los grandes hombres ocupan, a veces, demasiado lugar. Asfixian. Y son acreedores de deudas que nos hacen la vida más pesada. Visto así, por suerte, mi padre no fue un gran hombre. En muchas cosas fue sólo un pequeño hombre. Pero más allá de todo fue algo más difícil y más importante. Mi padre fue un buen hombre.
Agradezco eso.
Gracias, papá, por tu vida.
(1 de junio de 1999, día siguiente al entierro de mi padre)
Sergio Sinay
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