El último acto.
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El último acto....
Ana, después de recoger unos cartones nuevos y secos, rebuscó entre sus harapos hasta encontrar la tarjeta. Con la vuelta de un roñoso pañuelo limpió la banda magnética para introducirla luego en la ranura de la puerta. Así engañaría, una vez más, al frío que cortaba las noches de aquel crudo invierno. > > Arrebujada en un rincón, intentaba alejarse de la vista de los transeúntes que, realizadas las últimas compras, apresuraban el paso buscando la generosa calidez del hogar. > > Con el frío del anochecer se filtraron por las rendijas de su memoria las imágenes de otros tiempos. Tiempos en que su cuerpo, joven y atrevido, conoció momentos felices, momentos abiertos a la sonrisa de una hija y a la mirada de un esposo enamorado. > > Pero fue ese cuerpo quien, engañado por los placeres que le ofrecía su falsa juventud de eterna apariencia, acabó por conducirla a la mentira de unas promesas plenas de viento. > > -Rompe con esa rémora, vive tu vida. Recuerda: sólo se vive una vez. -susurró una voz a su oído. > > Y Ana se dejó arrastrar por el canto de sirena que no ve más allá del placer de un minuto. Ana rompió los lazos del pasado. Ana voló más allá de los sueños y fue feliz, inmensamente feliz. > > -Cielo. Nunca podré agradecerte el favor que me haces abriéndome los ojos -dijo aquella noche mientras abrazaba apasionadamente a Carlos. > > -Es lo malo de la vida, Ana. Nos atamos a ella, nos creamos mil obligaciones de todo tipo y no so mos capaces de mirar un metro más allá de nuestras narices. > > -¿Vamos entonces? > > Y fueron. Y gozaron. Y rieron. Y probaron la miel de todos los sabores que la vida les ofrecía. Y sus cuerpos vivieron, abiertos hasta la extenuación, a cuanto placer pudo y supo ofrecerles el mundo. Y olvidaron el pasado. Durante un tiempo que nadie supo contar, todo fue presente. > > . . > Ana no supo jamás cómo fue a parar allí. Sólo cuando las brumas dejaron flotar sobre ella algún hilacho de realidad, tomó conciencia de que estaba tumbada sobre un banco en un parque sin nombre de una ciudad sin nombre. Junto a ella, la única persona que podía testimoniar sobre su llegada a aquel lugar, respiraba entrecortadamente. > > -Se va. Se va -dijo alguien a su lado. > > Y Carlos se fue sin decir nada. Y Ana se quedó. Ana se quedó sola. > > Después de unos días de hospitalización, se encontró en una calle sin nombre de una ciudad sin nombre. Y ella. ¿acaso ella tenía nombre? > > -Ana, si necesita algo, no dude en llamar a este teléfono. Allí le podrán prestar ayuda si la necesita. > > ¿Ana? ¿Sería ella? Si, posiblemente, ella era Ana. Al menos le sonaba aquella palabra como algo familiar. Incluso entre los celajes del recuerdo, creyó oír una voz cálida que le rogaba: > > -Quédate, Ana. Te necesitamos. > > Y otra voz: > > -Mamá. > > Y una sonrisa infantil se agarró a sus rodillas. Esa sonrisa ¿también se llamaba Ana? > Aquellas frases entrecortadas se borraron en unos brevísimos segundos dejando paso, de nuevo, a las brumosas las tinieblas que nublaban su corazón. Caminó en mil y una direcciones, comió no se sabe qué, ni como, ni cuando. Durante días interminables, buscó y rebuscó entre basuras, desprecios y burlas. Todo su caudal de felicidad quedó reducido a aquella tarjeta de plástico en la que lucía esa palabra, odiada y mil veces añorada en los últimos meses: Ana. y dos apellidos que nada decían. La había guardado como un tesoro: el tesoro que le permitía abrir cada noche la puerta de un cajero automático que alargaría una fecha más el martirio de vivir en eterna soledad. > Pero aquella noche. Aquella noche, la tarjeta llevaba escrito su último acto. Apenas había comenzado a conciliar un sueño, ligero como el viento, cuando una luz cegó el interior de su refugio. Antes de poder percatarse de lo que sucedía, una llamarada prendió los cartones que protegían su escuálida anatomía mientras la hundían en el doloroso infierno que le abrió, de nuevo, una puerta de esperanza. Todo había terminado. Fuera, unas carcajadas se alejaban de la escena.
Manolo Cubero
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