¿Y cuando parece que todas las puertas de la vida se cierran? ¿Y cuando la vida se viene abajo no por falta de ilusiones ni de coraje, sino porque las circunstancias se encargan de troncharte?
Recibo una carta de un muchacho de veinte años -entre otras muchísimas que me gustaría poder contestar, pero no puedo- que me cuenta una historia, para él, dramática. A los ocho años se «enamoró» de un deporte que iba a llenar su vida. Comenzó a practicarlo a los doce. Tenía dotes. Se veía ya compitiendo en una olimpiada. No le faltaba ni la paciencia ni la constancia que una empresa así exige. Sólo tenía una desgracia: vivía en una ciudad que carecía de las instalaciones y entrenadores necesarios. Comenzó a los catorce años su lucha con las federaciones. Logró pequeñas ayudas. Insuficientes. Siguió luchando, entrenándose solo, pero sin ignorar que el tiempo no perdona. Y con sólo veinte años se encuentra que ya es «viejo» para lo que soñaba. De golpe se da cuenta de que no puede seguir engañándose. Y de que ha perdido una etapa estupenda de la vida detrás de una quimera. Todo lo que ha aprendido sirve, cuando más, para asombrar a algún amigo o para practicar el automasoquismo. «La depresión -me dice- está servida. Y garantizada su larga duración.»
Yo no contaría este caso si no fuera simbólico de otros muchísimos. Son millones los seres humanos que nacieron para una cosa y se ven empujados a hacer otra. Millones los que han visto cerrar entre sus narices la puerta de sus sueños. Soñaron ser médicos y son ahora oficinistas. Pensaron ser pintores, están de empleados de banco. Aspiraron a la gloria y, al final, se sienten dichosos con poder ganar en cualquier trabajo su pan. ¿Qué hacer entonces? ¿Romperse la cabeza contra la puerta que nos han cerrado? ¿Aceptar la depresión como supremo masoquismo? ¿Pasarse la vida llorando por la ilusión perdida?
Recuerdo haber oído, hace ya muchos años, una frase de Juan XXIII que me marcó profundamente: «Es signo de los mejores servidores de Dios el estar haciendo algo diferente de aquello a lo que se sentían llamados». Y esto, que el Papa refería al mundo del espíritu, puede también decirse de un alto porcentaje de los mejores genios de la Humanidad.
La verdad es que haberse encontrado con una o muchas puertas cerradas en aquello que más amábamos es ley casi inevitable de la Humanidad. Son pocos los que tienen la impagable fortuna de poder entregarse siempre en línea recta a lo que soñaron. Los más caminan con líneas torcidas, con vericuetos, con dos pasos adelante y uno atrás.
Todos -yo también- podríamos contar muchas historias de fracasos, atascos o incomprensiones. Todos hemos tenido una mañana o una tarde en que nos pareció que nuestra vida había sido tronchada. Y hasta podría asegurarse que quienes más anduvieron en su vida son los que con más puertas cerradas se tropezaron.
El problema no está, pues, en si la vida es fácil o difícil, sino en cómo reaccionamos ante los obstáculos.
Por si a alguien le sirve voy a recoger aquí el consejo que alguien me dio a mí siendo yo un muchacho y que me ha funcionado bastante bien durante mi vida: «Si un día te cierran una puerta, la solución no es romperte la cabeza contra ella, sino preguntarte si no habrá, al lado de ella y en la misma dirección, alguna otra puerta por la que puedas pasar.
En la vida hay que aceptar a veces salidas de emergencia, aunque nos obliguen a dar un pequeño rodeo. Procura, al mismo tiempo, tener siempre encendidas tres o cuatro ilusiones; así, si te apagan una, aún tendrás otras de las que seguir viviendo. Distingue siempre entre tus ideales y las formas de realizarlos. Aquellos son intocables, éstas no. Si alguien te pone obstáculos a tu ideal, pregúntale si se opone de veras a tu ideal o a la forma en que estás realizándolo. Y no veas problema en cambiar de forma de buscarlo, siempre que sigas buscando el mismo ideal. Aprende en la vida a ser terco y tenaz, pero no confundas la tenacidad con la cabeza dura. No cedas ni en tus ideas ni en tus convicciones, pero no olvides que una verdad puede decirse de mil maneras y que no siempre vale la pena sufrir por ciertos modos de expresión. Y cuando llegue una ola que es más fuerte que tú, agáchate, déjala pasar, espera. Y luego, sigue nadando.»
Cuando oí por primera vez todo esto pensé que era más fácil decirlo que hacerlo. Pero el paso del tiempo me ha ido descubriendo que la vida es más ancha de lo que imaginamos. Y que cerrar la puerta a un hombre decidido a seguir es tan inútil como ponerle puertas al campo.
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