Nuestras almas necesitan momentos de silencio.
Para reflexionar, para pensar, para recordar.
La vida nos ha llenado de ruidos innecesarios. Músicas y prisas,
tensiones y urgencias, mensajes y noticias.
Vale la pena apagar aparatos que nos bombardean sin cesar,
vale la pena encontrar lugares para que el corazón se abra a Dios,
al hermano, a uno mismo.
Nuestras almas necesitan momentos de silencio. Para reflexionar,
para pensar, para recordar, para proyectar, para oír la voz profunda
de un Enamorado eterno.
Desde el silencio de lo accesorio será posible abrirse a mensajes
de vida y de esperanza. Descubriremos el diálogo que surge entre
nubes y amapolas, entre montañas y espigas, entre el sol y la luna,
entre estrellas gigantes y fugaces cometas, entre hormigas y abejas,
entre niños y ancianos.
Mil mensajes de belleza llegarán a lo profundo de la vida, más allá
de las prisas cotidianas, más adentro de emociones superficiales que
dejan huellas pasajeras.
Desde el silencio abriremos la conciencia a voces que nos piden menos
egoísmo y más justicia, menos rencor y más bondad, menos avaricia
y más entrega. Oiremos llamadas de pobres de comida o de afecto,
de amigos olvidados y heridos, de soñadores que buscan a alguien
que les dé una mano para construir un mundo un poco más bueno.
Oiremos los gemidos del Espíritu, que pide pureza y esperanza, amor
activo y fe sencilla, prudencia sana y valentía verdadera. Abriremos
el corazón a la voz del Padre que repite, como un día en el Jordán,
que Jesús es su Hijo Amado, que le escuchemos, que le dejemos
un lugar en nuestras vidas de peregrinos inquietos.
El alma sedienta pide momentos de silencio. Dios mismo nos invita
al desierto, para sanar heridas, para renovar pactos, para susurrarnos
al oído, con su voz de Enamorado divino, que nos ama con amor eterno
(Jr 31,3).
Autor: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net
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