Oda A Una Viejecita.
Hacía más o menos un año que nuestros caminos habían vuelto a encontrarse tras poco menos de 25 años de no vernos. Al conversar por teléfono con mi octogenaria amiga Lola, experimenté una gran felicidad. Hoy, sin embargo, me embarga una gran pena: Lola se ha ido para siempre a su morada eterna.
A pesar de que Lola podría pasar desapercibida en medio de la multitud y que nunca disfrutó de los honores dispensados a los grandes y famosos, ella se distinguió como un verdadero ejemplo de ser humano, del tipo que Dios desea que todos seamos.
Ella fue una de esas dulces abuelitas, queridas tanto por familiares como amigos, allegados y aún recién conocidos. Ella fue una de aquellas personas de las que brota ternura y el amor para con todos los que la rodeaban. Siempre estaba pendiente de la más mínima necesidad de los demás, sin dar a conocer las propias –porque sabía que tenía un Proveedor Celestial que la sustentaba y que jamás le falló. Siempre tuvo una palabra consoladora al corazón afligido y angustiado, pudiendo de esta manera llevar una cálida calma y la paz a quien tanto las necesitaba.
A veces me preguntaba, ¿cómo podía hacerlo, si ella misma necesitaba tanto? Concluí que la clave residía en que Lola nunca se puso en primer lugar, sino que ponía a otros por delante, fortaleciéndose en la gracia de Dios. Esa gracia nunca le faltó para dar un siempre oportuno beso y abrazo, para dar una palabra de estímulo. Y finalmente, esa misma gracia la sostuvo al pasar a los brazos de su Salvador, de la misma manera en que un pichón se recoge bajo las fuertes alas de madre.
La partida de mi amiga me hizo reflexionar sobre lo que significó su paso por este valle de lágrimas… Y la verdad es que fui testigo de las muchas lágrimas que ella derramase por sí misma y por otros y, sin embargo, eso no la amilanó: ¡fue valiente! Cuánta falta hace el contacto con gente como mi amiga: gente que inspira, que es testimonio fiel y que marca a los que llegan a conocerles. Siempre guardaré el recuerdo de su perseverancia y su fe en Dios, de su servicio tan entregado al Señor, de su amor y compasión por el necesitado sin distingos de clase, de su amor incondicional hacia su familia, de su fidelidad en la amistad que no cambió ni un ápice a pesar del transcurrir de los años.
Hoy sé que Lola está muy bien… estoy segura que tendrá su galardón en los cielos. Tan sólo anhelo que muchos otros, especialmente aquellos a los que bendijo con su vida, puedan imitarla, entre ellos, yo misma. ¡Hasta la vista, amiga… nos veremos en la gloria!
Ana de Irigoyen
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