La madre se sabe imprescindible, confidente total. Sin ella, el hijo no camina; la busca siempre, la reclama todo el tiempo.
Un día llega y el hijo descubre otras inquietudes. El mundo que hasta entonces conoció queda de lado. Empiezan los secretos, los amigos, los primeros fracasos, las nuevas alegrías.
Entonces la cadena empieza a ser pesada y trata de romperla. Por eso debe ser de seda. De seda flexible y resistente. Que sujete al hijo, pero no lo ate. Que lo deje libre para alzar el vuelo y le muestre el camino cuando quiera regresar. Y, si alguna vez cae, bastará un suave tirón para hacerle sentir de nuevo su presencia.
Una antigua canción decía: "si todos los niños del mundo pudieran por gracia divina elegir su mamá, tú serías la elegida".
Feliz la madre a quien el hijo pueda dedicar estas palabras. Será porque supo darle afecto y cuidado, pero también respeto y comprensión.
Porque supo unirlo a ella con cadena de seda, suave como sus caricias y resistente como su amor.
Lina Calderón