TÍO Y SOBRINO
Si alguno de mis lectores y oyentes se ha cortado con un cristal, sabrá por experiencia lo mala cosa que es y lo que tarda en curarse. Maria tuvo que pasarse una semana en la cama, porque en cuanto trataba de levantarse sentíase muy mal. Al fin, sin embargo, se puso buena, y pudo, como antes, andar de un lado para otro. En el armario de cristales toda estaba muy bonito, pues había árboles y flores y casas nuevas y también lindas muñecas. Pero lo que más le agradó a María fue encontrarse con su querido Cascanueces, que le sonreía desde la segunda tabla, enseñando sus dientecillos nuevos. Conforme estaba mirando a su preferido, recordó con tristeza todo lo que el padrino les había contado de la historia de Cascanueces y de sus disensiones con la señora Ratona y su hijo. Ella sabía que su muñequito no podía ser otro que el joven Drosselmeier de Nuremberg, el sobrino querido de su padrino, embrujado por la señora Ratona. Y tampoco le cabía a la niña la menor duda de que el relojero de la Corte del padre de Pirlipat no era otro que el magistrado Drosselmeier.
-Pero ¿por qué razón no acude en tu ayuda tu tío? ¿Por qué? -exclamaba tristemente al recordar, cada vez con más viveza, que en la batalla que presenciara se jugaron la corona y el reino de Cascanueces-. ¿No eran súbditos y no era cierto que la profecía del astrónomo de cámara se había cumplido y que el joven Drosselmeier era rey de los muñecos?
Mientras la inteligente María daba vueltas en su cabecita a estas ideas, parecióle que Cascanueces y sus vasallos, en el mismo momento en que ella los consideraba comos seres vivos, adquirían vida de verdad y se movían. Pero no era así: en el armario todo permanecía tranquilo y quieto y María vióse obligada a renunciar a su convencimiento íntimo, aunque desde luego siguió creyendo en la brujería de la señora Ratona y de su hijo, el de las siete cabezas. Y dirigiéndose al Cascanueces le dijo:
-Aunque no se pueda usted mover ni decirme una palabra, querido señor Drosselmeier, sé de sobra que usted me comprende y sabe lo bien que lo quiero; cuente con mi adhesión para todo lo que usted necesite. Por lo pronto voy a pedir al padrino que, con su habilidad, le ayude en lo que sea necesario.
Cascanueces permaneció quieto y callado; pero a María le pareció que en el armario se oía un suspiro suavísimo, apenas perceptible, que al chocar con los cristales producía tonos melodiosos, como de campanitas, y creyó escuchar las palabras siguientes: "María, angelito de mi guarda..., he de ser tuyo y tú mía."
María sintió un bienestar dulcísimo en medio de un estremecimiento que recorrió todo su ser.
Anocheció. El consejero de Sanidad entró con el padrino Drosselmeier, y a poco Luisa preparó el té y toda la familia se reunió alrededor de la mesa, hablando alegremente. María fue a buscar su silloncito en silencio y se colocó a los pies del padrino Drosselmeier. Cuando todo el mundo se calló, María miró con sus grandes ojos azules muy abiertos al padrino y le dijo:
-Ya sé, querido padrino, que mi Cascanueces es tu sobrino, el joven Drosselmeier de Nuremberg. Ha llegado a príncipe, mejor dicho a rey, cumpliéndose la profecía de tu amigo el astrónomo; pero, corno tú sabes perfectamente, está en lucha abierta con el hijo de la señora Ratona, con el horrible rey de los ratones. ¿Por qué no lo ayudas?
María le volvió a referir toda la batalla que ella presenciara, viéndose interrumpida varias veces por las carcajadas de su madre y de Luisa. Solamente Federico y Drosselmeier permanecieron serios.
-¿De dónde se ha sacado todas esas tonterías esta chiquilla? -dijo el consejero de Sanidad.
-Es que tiene una imaginación volcánica -repuso la madre-. Todo ello no son más que sueños producidos por la fiebre.
-Nada de eso es cierto -exclamó Federico-; mis húsares no son tan cobardes. ¡Por el bajá Manelka! ¿Cómo iba yo a consentir semejante cosa?
Sonriendo de un modo especial, tomó Drosselmeier en brazos a la pequeña María y le dijo, con más dulzura que nunca:
-Hija mía: tú posees más que ninguno de nosotros: tú has nacido princesa, como Pirlipat, y reinas en un reino hermoso y brillante. Pero tienes que sufrir mucho si quieres proteger al pobre y desfigurado Cascanueces, pues el rey de los ratones lo ha de perseguir de todos modos y por todas partes. Y no soy yo quien puede ayudarle, sino tú; tú sola puedes salvarle; sé fuerte y fiel. Ni María ni ninguno de los demás supo lo que quería decir Drosselmeier con aquellas palabras. Al consejero de Sanidad le chocaron tanto que, tomando el pulso al magistrado, le dijo:
-Querido amigo, usted padece de congestión cerebral; voy a recetarle algo.
La madre de María movió la cabeza, pensativa, y dijo: -Yo me figuro lo que el magistrado quiere decir, pero no lo puedo expresar con palabras corrientes.