Una navidad diferente.
Todos conocemos la historia: Jesús nació en un establo cuando José y María llegaron a Belén y no encontraron una posada que tuviera una habitación disponible. En las tarjetas navideñas y los nacimientos también vemos a María con su vestimenta larga y suelta, el establo bien arreglado y el Niño Jesús envuelto en impecables pañales blancos o azules. Pero, ¿fue así en realidad el nacimiento del Señor? Muchas veces me he hecho esa pregunta, y creo que ya sé la respuesta.
La Navidad de 2004 estaba en puertas. Unos cuantos hicimos un largo viaje por Uganda, desde Kampala hasta la apartada región montañosa del norte, llevando medicamentos, material didáctico y el Evangelio. Todo eso entregaríamos a los iks, pueblo primitivo que vive de la agricultura y la cría de cabras.
Nunca había estado más lejos de la civilización. El atuendo de los naturales no podía ser más sencillo: cuentas de colores y tiras de tela que se colocan sobre los hombros o en las que se envuelven. Viven en chozas de adobe. Instalábamos nuestras tiendas de campaña al interior de empalizadas que cercan sus aldeas.
A diario recorríamos a pie senderos transitados por cabras hacia otra aldea donde la gente se reunía y nos escuchaba. Llevaba una pizarra y marcadores de colores. Les relataba historias de la Biblia, ilustrando los sucesos y personajes principales.
En la tercera aldea que visitamos, una señora acababa de dar a luz. Tocamos a la puerta del «centro médico», que no era otra cosa que una choza con cuatro paredes de adobe.
Entré. El aire estaba viciado e impregnado de humo. En el piso cubierto de paja, junto a unas brasas, una señora delgada amamantaba sentada a un bebé envuelto en una toalla. Me miró con ojos que reflejaban ansiedad. «No tengo leche», dijo en su idioma, señalando a la criatura que chupaba sin sacar nada.
Un delgado rayo de luz entraba por una abertura que hacía las veces de ventana. Miré alrededor, tratando de imaginar cómo sería dar a luz en tales circunstancias, con los sonidos de la aldea de fondo: los balidos de las cabras, las risas de los niños que jugaban y la música tenue y chirriante de alguna radio enchufada al generador manual, única
fuente de electricidad con que contaban los iks.
Salí y llamé a Katrina, políglota checa que nos acompañaba para filmar un documental sobre los iks. Le expliqué la situación, y acordamos dar a la madre lo que nos quedaba de la leche que llevábamos.
Katrina fue por la leche, y pregunté a la madre si podía tomar en mis brazos al niño. Con una sonrisa me lo entregó. Se le cayó la toalla y noté que todavía no lo habían lavado y que el cordón umbilical aún pendía del ombligo.
Un soplo de brisa entró por el ventanuco. La madre tiritó y se envolvió en su chal. La temperatura había descendido inesperadamente en la última semana.
Entonces recordé algo que había pensado en mi niñez: «Si hubiera visto al Niño Jesús, ¿qué le habría regalado?» La semejanza de la situación saltaba a la vista. Me dije para mis adentros: «No, el paralelo es absurdo. ¡Este no es el Niño Jesús, ni estamos en la Belén de hace dos mil años!»
Pero la verdad resonaba aún más fuerte. ¿Importaba algo que la criatura no fuera ningún gran personaje? ¿Importaba que su madre perteneciera a una tribu humilde y casi desconocida por la que pocos se preocuparan? Cada detalle de aquel nuevo nacimiento era importante para Dios, que en aquel momento contemplaba complacido desde el Cielo Su nueva creación. Sin duda, aquella era una representación más fiel del ambiente en que nació Jesús que la idealizada de la mayoría de las tarjetas de Navidad, nacimientos y cuadros.
«¿Qué le daría?», pensé de nuevo. Aquel pensamiento me volvió, seguido de las palabras de Jesús: «El que tiene dos túnicas, dé al que no tiene» (Lucas 3:11).
Yo tenía, en efecto, dos blusas puestas, y en casa tenía muchas más. No necesitaba dos. Mientras tanto, en mis brazos, estaba una representación de aquel Nacimiento sin igual celebrado desde entonces por miles de millones de personas. De repente, sentí un gozo inefable. ¡Aquella era mi oportunidad de dar al Señor algo palpable en Navidad!
Me quité una blusa y arropé cuidadosamente al niño. ¡Se veía tan guapo! Y su madre lucía una sonrisa mezcla de orgullo y gratitud.
Subió el volumen de la música de la radio afuera. ¡Eran villancicos! «¡Dichosa tierra, proclamad que vino ya el Señor!»
Verdaderamente había llegado. Aquello no era una representación artística de actores con vestuario. Era algo auténtico, y la experiencia más próxima que he tenido a lo que debió de ser el Nacimiento del Salvador.
Terminó aquella canción y en la radio empezó a sonar
otra: «La noticia sin igual, el ángel la dio a los fieles pastores del campo en Belén. Y aunque el frío invernal en la noche cundió, las ovejas estaban cuidadas muy bien».
Allí, lejos de la civilización y el acostumbrado oropel navideño, junto a unos humildes cabreros en las montañas de una apartada región de Uganda, pasé una Navidad diferente.