"¡Qué mala costumbre tienen algunas personas de refugiarse en la debilidad, el sentimentalismo y la sensiblería! En vez de reaccionar haciendo intervenir rápidamente el pensamiento y la razón, ante la menor contrariedad adoptan una actitud pasiva, lloriquean y esperan que los demás vengan a compadecerlas y a consolarlas. «Oh, ¡qué triste es todo esto, cómo te comprendo!» Esto es lo que quieren oír y se lamentan doblemente. Son como los niños: un niño se cae y se pone a llorar, si le decís: «¡Oh! Querido, te has hecho daño, cuánto sufres…» intensificaréis su llanto. Pero si le decís: «Vamos, no es tan grave, no pasa nada», se acabó, se seca las lágrimas y continuará jugando. Pero, ¡cuántos adultos son como los niños! Por cualquier nimiedad, se lamentan sin fin. Y los otros, ignorantes, creyendo hacer bien, se pasan horas escuchándoles y esforzándose en consolarles. Pero ¿para qué sirve todo esto? Debemos ser inteligentes cuando queremos ayudar a los humanos, es necesario a veces zarandearles incluso, si no se les hunde en sus debilidades."